29 julio, 2010

Pensamientos a la hora del desayuno


-Me parece que has acabado con mi paciencia –le espeté.

Llevaba una hora, una hora bien contada, por mi maldito reloj, durante la cual mi padre había estado decidiendo sobre si ponerse una corbata azul o una roja.

-Pero hija –decía mi padre- no tengo la culpa de ser tan indeciso. Me parece que ambas corbatas son igualmente válidas para el día de hoy. Tengo una entrevista de trabajo y no sé cuál escoger. Si elijo la azul, lo que entenderá la persona que esté en Recursos Humanos es que soy asertivo, pacífico, tranquilo, que apuesto por el diálogo, comunicativo, moderador… Pero, ¿y si eso no es lo que buscan? En cambio, con la corbata roja, lo que le estaré diciendo es que soy decidido, enérgico, dominante, que siempre me salgo con la mía, que tengo un espíritu…

-Sí, sí, ya lo he entendido –le interrumpí bruscamente- Llevas mucho tiempo repitiendo las mismas palabras. ¿Quieres saber mi opinión? Creo que, ya que mientes en tu currículum, deberías mentir también en la entrevista. Elige la maldita corbata roja y cállate de una vez.

-¿Tú crees? –dijo abriendo mucho los ojos, ignorando mi tono y mis palabras impertinentes porque le había dado una respuesta clara.

-Sí, papá. Elije la roja y date prisa o llegarás tarde.

Mi padre caviló unos segundos, mirando las dos corbatas, antes de decir:

-¿Sabes qué? Elegiré la azul. Seguro que le da más confianza.

Maldita mi decisión de comprarle un libro sobre cromoterapia, pensé.

Mi padre se puso la corbata azul finalmente, y se llevó la roja, solo por si acaso, como él mismo dijo antes de cerrar la puerta.

¿Por qué a las personas les cuesta tanto decidirse?, me preguntaba delante de mi taza de café. ¿Y por qué, una vez hemos hecho una elección que es claramente exclusivista, tenemos miedo de no haber acertado y necesitamos firmemente saber que no nos hemos cerrado ninguna puerta, que tenemos oportunidad de rectificar?

¿Para qué nos sirve el intelecto entonces, si estamos condenados a una inseguridad permanente, donde la posibilidad de tener una certeza es prácticamente nula?

Saber que mi padre no era así solamente con las corbatas, sino que mostraba el mismo tipo de comportamiento ante elegir vino o cerveza, o ante ver una u otra película en el cine, no me consolaba.

Es más, saber que no era una excepción a esta norma de la Eterna Duda, sino que un gran número de personas se comporta de esa misma forma, incluso ante una decisión completamente trivial, me ponía de los nervios.

¿Tan difícil es manejar las opciones y elegir, sin volver sobre tus propios pasos minutos más tarde para escoger otra cosa? ¿Tan pobre fue tu primer razonamiento que necesitas malgastar el tiempo en rehacerlo de tal forma que tengas que elegir otra cosa para tranquilizarte de que esta, solo por ser distinta a la primera que elegiste, es mejor?

La estupidez humana, a la par que su inteligencia, nunca dejarían de sorprenderme.


26 julio, 2010

Deseo (Asturias VI)


Quiero triturar piedras con las manos. Triturarlas y esparcirlas por mi cuerpo desnudo, sin sangre, rebosando vino y óxido. Quiero hacerlas rodar, desangular sus picos y convertirlas en cantos rodados. Noto el tacto de una hoja, suave, hiriente, clavándome sus espinas en cuanto tomo el tallo entre mis dedos.

Me pierdo en amarillo. En el humo de esa montaña. En sus rastrojos. En la sombra que proyecta el roble. Y el avellano. Y el castaño con sus frutos inmaduros.

Las ciruelas están verdes y dulces. Florecen gatos siameses bajo los coches, y yo solo tengo al viento de guadaña.

Siega mi nostalgia, brisa de las montañas. Siega mi deseo. No dejes que mis pupilas se dilaten al contacto con la hierba. Déjame beber vino y arruinarme bajo un cielo que no te habla de pecados, sino de deseo.

Piérdeme, río Dobra. O hazme agua helada, hielo.

Hazme el amor o déjame al rumor de las rocas y las aves que acarician mi pelo.

Hoy quiero ser sexo o montaña estéril.

Hoy quiero ser un beso que se muere de deseo.


25 julio, 2010

Abismo (Asturias III)


Entra en la parte trasera de un coche. Que la máquina vuele, ruede sobre el asfalto, haga erosión en el alquitrán, desprendiendo el archiconocido olor a quemado y a sol emulsionándose. Abre la ventanilla, saca las manos, la cabeza, el pecho.

Cierra los ojos.

Siente el viento ensordeciendo tus oídos, ahogando la molesta música de la radio. Sombras y luz proyectándose en tus párpados, creando colores negros y naranjas en tus sinapsis, torturando las contracciones de las pupilas.

Abre brevemente los ojos.

El verde, el verde que se clava dentro de ti, que te rodea y te envuelve como una manta dentro del ojo del huracán.

Y, entonces, tú eres verde. Tú eres viento. Y sol. Y agua. Y asfalto y alquitrán.

Y cierras los ojos y te has convertido en ellos. Ya no eres tú, solo un fundido silente, manchado por la eternidad, en un remolino de colores que se extiende desde siempre y no tiene final.


Las manos del artista (Asturias II)


Hoy las he encontrado sirviéndome una copa de vino. Hábiles, tomaron la botella haciendo un pequeño juego de muñeca en el aire.

Mi silente agradecimiento brilló con intensidad en mis pupilas. Pero no era el vino, fuerte, con cuerpo, dulce y amargo a la vez, lo que despertó mi deseo. Eran sus manos.

Las manos del artista, habitando en aquel camarero moreno, joven, de sonrisa desierta. Eran sus manos, cambiando cubiertos, rellenando las copas, colocándome tan distintos platos en tan poco tiempo, las que me hacían estremecer.

Sus dedos, largos y finos. El vello recubriendo su antebrazo en la proporción perfecta. Las muñecas menudas, con los huesos sobresaliendo suavemente, dándole forma al conjunto, delicado y elegante. No pasaron inadvertidas sus muñequeras para mí, realzando las curvas, delimitando las líneas rectas, proporcionando color a unas manos, a unas muñecas, a unos brazos que, desnudos, ya eran perfectos. Y su movimiento. Describiendo espirales, arremolinando el aire a su alrededor, levantando las pequeñas motas de polvo, así como mis suspiros.

Las manos del artista, que toman un pincel con el mismo encanto con el que cogen una pluma. Las manos del artista, puliendo madera, tallando en piedra, cosiendo encajes y moldeando barro.

Las manos del artista, que imagino acariciando mi cintura, enredándose en mi pelo, rozando mis labios, cerrándome los ojos con un breve contacto.

Las manos, mi obsesión. Una obsesión ciega y arrebatadora que me lleva a enamorarme de las manos del artista, ya estén doblando un mantel en el restaurante de un hotel, cortando una flor en el jardín del parque o tendiéndome una copa en el bar más mugriento y solitario, dentro de una ciudad desconocida y eterna.


24 julio, 2010

El camarero del delantal rojo (Asturias I)


Este relato está basado en hechos reales. El hotel existe, el camarero existe, y la inquietante colección de fotografías también. Espero no tener ningún tipo de síntoma sospechoso.


Llevaba doce horas conduciendo por la carretera, cuando decidí detenerme en Sostres. Sostres era, de las aldeas que había visitado a lo largo de mi vida en Asturias, la menos hospitalaria. La gente caminaba con el ceño fruncido. No miraban directamente a quien tenían en frente, sino que sus miradas eran huidizas, casi siempre cabizbajas y algo siniestras. Sus voces, desagradables. Si no hubiera sido porque el hambre apretaba, jamás me hubiera detenido en un lugar como ese. Sin embargo, una vez allí, me contenté con elegir como cantina el restaurante de un hotel de bajo estándin.

Nunca he tenido nada en contra de los lugares cutres, ya sean bares, museos, parques, casas, hoteles, hostales... Es más, dependiendo de cómo sean, suelen llegar a gustarme; incluso los que ostentan un mobiliario excesivamente hortera. Pero este restaurante parecía ser una excepción. No es que el lugar fuera especialmente sucio, vulgar o descuidado. Las mesas se disponían correctamente, los manteles estaban limpios; mucho más de lo que podría decirse de otros locales en los que he estado.

Me había decidido por ese en concreto debido al bajo precio –en comparación con otros restaurantes- del menú diario que anunciaba la carta. Entré en lo que primero parecía ser un sitio de tapeo, por lo que comuniqué al barman que deseaba almorzar. Él me indicó la dirección del comedor y yo continué caminando hasta entrar en él y sentarme en una de las mesas.

De pronto, un camarero realmente siniestro y repulsivo emergió de la cocina. Su cara rayaba en la fealdad más extrema que una mente humana pueda imaginar. Caminaba con una parsimonia lacerante, con una lentitud desesperante, capaz de provocar un ataque de nervios a la persona más tranquila –como me ocurrió a mí-. Hablaba con una voz gangosa, desmenuzando las palabras y pronunciando de forma extraña la “s”, convirtiéndola en una “sh”. Cuando, tratando de no mirarle demasiado fijamente, para así no quedar extasiada ante una fealdad tan descomunal y desbordante, me dijo que el barato menú diario era inexistente mientras hábilmente me recomendaba el menú especial, seis euros más caro, me sentí engañada. Si no hubiera sido porque su presencia me intimidaba y me ponía los pelos como escarpias, me hubiera levantado indignada y me hubiera marchado. Pero su fealdad, su repugnancia mayúscula, me mantuvo sentada en la mesa. A pesar de lo desagradable de la situación, decidí no dejarme caer en la trampa, por lo que pedí un plato único y una cerveza.

El camarero se perdió entonces en la cocina y al poco apareció con una cerveza. Mahou. Puaj.

La abrió tan despacio, desplegando cada tejido de sus músculos, que por poco no le quito el abrebotellas y la abro yo misma. Qué desesperación. Luego, se alejó de nuevo renqueando, como un coche que no termina de arrancar, y se volvió a meter en la cocina. Me detuve a examinar los cuadros de la pared. No se trataban de cuadros, advertí cuando me fijé con mayor cuidado, sino de fotografías de setas.

Cualquiera que no tuviera un conocimiento suficiente sobre ellas, habría paseado la mirada sobre las fotos sin más. Hubiera achacado la rareza de tener setas en las paredes a que, probablemente, se trataba de setas autóctonas y el dueño del restaurante-hotel era un amante de los hongos de su zona. Sin embargo, yo tenía algo de conocimiento sobre ellas. Y la cualidad que unía a todas las variedades expuestas en las paredes es que eran venenosas. Si solo hubiera habido del tipo “Amanita Muscaria”, lo hubiera entendido, ya que se trata de una clase de seta particularmente vistosa debido a su color rojo. Sin embargo, también se encontraban variedades como “Cortinarus” o “Amanita Phalloides”. ¿Qué clase de persona cuelga setas venenosas en las paredes de su restaurante? Alguien con un humor negro bastante curioso, o alguien que tiene una extraña obsesión con setas venenosas. Fuera cual fuera la respuesta no me apetecía averiguarlo pues, en el mejor caso –el primero-, podía quedarme en el sitio solo porque a alguien le parecía divertido. Algo así como: ¡eh, yo te advertí con las fotografías! ¡Si no saliste huyendo de allí, culpa tuya!.

Intenté distraer mi mente de aquellos pensamientos. De nuevo apareció el camarero arrastrándose a sí mismo y a su particular parecido con Igor. Traía mi plato. Cuando lo colocó en la mesa, demorándose cada segundo, no pude evitar darle una pequeña patada a la silla para calmarme.

-¿Quieresh másh shervesha? – me preguntó con su particular habla. A juzgar por sus pocas luces estaba segura de que, desde que ese hombre había pisado la escuela, se había quedado con el eterno título de Último de la Clase.

-Eh… no, no, gracias –contesté, tratando de mirarle lo más brevemente posible. Estaba segura de que notaba claramente mi involuntario rechazo. Se fue y volvió a entrar en la cocina.

Durante la próxima media hora me dediqué a escudriñar, como una paranoica obsesiva, mi comida, en busca de algún tipo de lapo, polvo o resto de seta que la mancillara. Comí poco para asegurarme de que, en caso de contener cualquier sustancia extraña, no me intoxicaba lo suficiente. Apuré mi cerveza, pagué y me fui. No dejé propina.

Cuando salí, descubrí que mi coche había sido desvalijado. No me lo podía creer. No hacía ni dos años que me lo había comprado. Y ahí estaba, como una bicicleta en un aparcamiento de Sevilla. Sin ruedas, sin puertas, sin volante, sin espejos, sin asientos…

Temblando ante la idea de no poder marcharme de allí, busqué un lugar para llamar por teléfono a mi seguro, o a la policía. A quien fuera. Sin embargo, no había cabinas en la aldea. No había más hoteles abiertos en la aldea, pues, repentinamente, todo estaba cerrado. Solo podía acudir al maldito restaurante. Me dirigí con la cabeza gacha hacia él, abrumada ante la perspectiva de volver a encontrarme al camarero-Igor, y descubrí que en el restaurante no había nadie.

-¿Hola? –comencé a preguntar, a ver si salía el barman o Igor, o quien fuera.

No hubo respuesta.

El restaurante estaba desierto. Me adentré en el comedor sin ver a nadie. A unas malas, ya todo me daba igual, así que llamé a la puerta de la cocina. Al no haber ninguna voz que me impidiera el paso, entré.

El camarero-Igor, con su estúpida sonrisa de Último de la Clase, descabezaba pollos en un rincón. El barman, que limpiaba la vajilla, reparó en mi presencia y me dijo:

-¿Sabe? No le queda mucho tiempo. Si fuera usted, aprovecharía el día al máximo, en lugar de estar ahí pasmada. Además, esa mirada de horror no habla muy bien de usted. Quizá se haya pasado de lista y tenga que tomar especiales precauciones en cuanto a usted.

Entonces, todo se volvió negro.

23 julio, 2010

Secretos al norte del norte



He tirado el teléfono al agua.

Te relega a la mera categoría de interferencia

y yo, por ello, lo detesto.

Tu voz, metálica y fría, en el auricular,

me atrapa en una red de recuerdos que me absorben

y no me dejan olvidar, por más que lo intento,

que se impone ante mí una barrera artificial

que levanta zarzas y espinas,

rosales y digital,

interponiéndose en mi camino

para llegar hasta ti.

Y entonces, cuando las noches me saben amargas,

solo sé que no te tengo.


Las montañas ahogan tu voz

y a mí me silencian entre siniestras miradas,

pétreas y arcillosas,

plagadas de musgos verdes,

de grietas y alimañas.

Por más que grito,

mis aullidos solo los recoge la luna,

y un búho se lleva mis lágrimas.

Y entonces, cuando la soledad me sabe amarga

en este idílico infierno,

y pasa el frío llevándose mi falda,

solo sé que no te tengo.


Escalaría los riscos que mal me miran

sin dudarlo ni un instante.

Me daría igual que me sangraran las manos,

que resbalase cuesta abajo por la escarpada pendiente.

Todo estaría permitido, solo por cruzar al otro lado

y poder estar contigo…

Y encontrarte bajo un sol de justicia,

salvarte del calor seco que moja tu espalda

dejándome a placer ajusticiarte entre mis sábanas.

Y entonces, cuando el frío se me clave en las entrañas,

podré abrazarme a tu cuerpo,

sin tener un mal sueño por certeza:

solo sé que no te tengo.


Y hasta la sidra me sabe agria.

No tengo un beso para endulzarla.

¿Cuántos me prestarías?

Solo quiero que al bebérmela

no me sepa a ausencia y a nostalgia.

¡Y pensar en lo que haría en tu compañía!

Enredarme en el pelo dalias y azucenas,

regalarte girasoles con la alborada.

Aquí el gallo está transtornado

y canta a las doce de la mañana.

Si estuvieras aquí, tal vez lo hiciera por la noche

y lo negaríamos cuanto hiciera falta.


¿Llegará el ansiado día en que no sea necesario

agitar un pañuelo blanco que te despida?

Soñar con tu sombra duele tanto…

Sé que me esperas, sé que volveremos a encontrarnos;

mientras, me consume tu vacío,

grito en sueños para alcanzar tu mano.

Es tal cruel la verdad del durmiente,

que cuando me despierto en la oscuridad,

sola y muerta de miedo,

lo único real que me reserva la mente

es saber que no te tengo.




No dejo de escuchar esta canción. Tampoco de pensar en ti.
Habla de una puta, pero a lo pretty woman.
Total, las zorras no solo están en el bosque.


22 julio, 2010

La señorita del 40; el chico del 14.


Pensé, por un instante, que el otro día me acercaba a su cama para decirle:

-Señorita, anoche he soñado con usted.

Y que entonces me respondía, toda arrebatada por la pasión, que prefería morirse -¡morirse!- antes que tener la abrumadora preocupación de ir contando los segundos que pasaran, uno a uno, con una lentitud desesperante, desde mi emocionada confesión hasta que, a lo mejor sin querer, dejara de soñar con ella.


Camilo José Cela
Pabellón de reposo

16 julio, 2010

Noche del Can


Palabras. No aguanto más tus palabras, guárdatelas de una vez. Mirada esquiva, sonrisa torcida, sangre saliendo de la bañera y tú riéndote a oscuras. ¿Qué te pasa? ¿Acaso en Miraflores tus aullidos se oían más alto? ¿Tal vez mirabas para otro lado mientras gritabas y te oía el anciano del parque, el amigo ausente que se sienta contigo cada tarde?

Vieja loba, estás para el arrastre. Cómo vas a forjar un imperio si ni siquiera eres capaz de llenar la noche de algodones y champú con aroma de fresa. Los chacales huyen, las hienas se ríen de tu desgracia y tú juras amor eterno a la luna, como si pudiera oírte entre el tráfico y el ruido de los coyotes que levantan la polvareda del olvido a su paso.

Deja de lamerte las heridas, mira al frente y descubre un nuevo mediodía donde lavar tus pecados de dama tullida. Tus hijos te han partido el vientre en dos, quizá el amor acabó con tu alma. Ni un búho se apiada esta noche de ti, pequeña loba anciana.


09 julio, 2010

El titiritero


Fausto era un titiritero que vivía en el sur de la Selva Negra. Tenía una colección de marionetas tan vasta, que no había maestro de su profesión que no se la envidiara. La calidad de sus muñecos era excelente, siendo muchos de ellos fabricados artesanalmente por Fausto. La colección contaba con trescientas cuarenta marionetas, de las cuales solo treinta y seis habían sido encargadas por Fausto a otros maestros titiriteros.

Fausto siempre añadía alguna característica a sus obras que hacían que se distinguiesen de las de cualquier otro artesano. Por ejemplo, sus príncipes no tenían corona. Eran todos mendigos o exiliados. Las brujas no eran mujeres desprovistas de juventud y belleza, sino que su magnificencia eclipsaba la de cualquier princesa de madera. Los niños-marioneta mostraban una cara cruel, burlesca; según la opinión de Fausto, la verdadera cara de la infancia. También era el primer titiritero que contaba con una legión de prostitutas cojas, dispuestas a acostarse con cualquier capitán de la marina que les pagara unas pocas monedas por ello. Además, había construido un magnífico barco que solían ocupar sus marionetas pirata, cuya nobleza hacía sonrojar a cualquier caballero de brillante armadura.

Sin embargo su obra maestra era Lady Clock, una hidalga caída en desgracia. Tenía mechones de pelo azules, verdes, amarillos, negros, rojos y violetas. Su vestido era de encaje blanco y tenía una capa dorada, cuya capucha la protegía de las inclemencias del tiempo. Lady Clock tenía tal nombre porque había sido hecha a partir de un reloj de cuco que el padre de Fausto había decidido arrojar al fuego. De hecho, parte de la cara de Lady Clock estaba quemada. Para recordar este trágico pasado, Fausto había añadido a Lady Clock unos espléndidos ojos de cristal de color naranja, que brillaban con fuerza a la luz del fuego.

Cuando Fausto la terminó, se enamoró perdidamente de ella y prometió que nunca se casaría a menos que encontrara una mujer que fuera su viva imagen. Por supuesto, esto nunca ocurrió. La mente de Fausto era demasiado extravagante como para comprender la normalidad del mundo, sus leyes físicas, sus mareas lunares y el paso impertérrito de las estaciones.

En la primavera de 1854, Fausto celebró su sesenta cumpleaños. Ya era un anciano canoso desprovisto de fuerzas y energía. Ese año no realizó su gira anual de teatro por órdenes de su médico personal, que preveía que su sistema inmunitario no aguantaría el invierno de Escandinavia o el calor de Grecia en verano. Fausto maldijo la opinión del médico. Él adoraba viajar, presentar sus nuevos personajes en otras ciudades, crear historias imposibles, conocer gente de diversos países y trabar amistad con el primer desgraciado que viera por las calles de cualquier centro urbano. Estaba cansado de la soledad, del silencio del bosque, del susurro de los abetos, de las noticias de Alemania, de Francia, de la política en general. Él solo quería contar historias, dar vida a los que para él, eran sus hijos, sus criaturas. Quería que el mundo viera a Lady Clock suspirar bajo la luna, llorar por amores perdidos, escribir cartas que nunca recibirían respuesta, hablar con lobos, domesticar gaviotas y beber vodka a la salud de su creador. Quería pasear con ella por París, ver el norte mágico de España; tal vez, ir a América. Llevarla al parque, besar sus cabellos, dormir con ella cada noche en una cama distinta. Quería que el mundo viera su propia desgracia, a él, un pobre viejo de sesenta años que no había conocido mujer y que estaba enamorado hasta la médula de un trozo de madera que cobraba vida en sus manos.

Una noche, mientras paladeaba la deliciosa tarta que había preparado para sí, Fausto escuchó un ruido que provenía del bosque. Se levantó con brusquedad, alertado; en sus cuarenta años viviendo en aquella cabaña, jamás había escuchado a los abetos chirriar de esa forma. El sonido se hizo más fuerte. Él, asustado, corrió escaleras arriba, hacia su dormitorio, donde guardaba el hacha con el que el antiguo dueño de la vivienda talaba árboles. Sin embargo, la mala suerte quiso que tropezara en su rápida ascensión y rodara escaleras abajo, golpeándose varias veces la cabeza, resultando inconsciente en el suelo de la cabaña.

Fausto entonces tuvo un sueño. Soñó que Lady Clock estaba viva. Los dos paseaban por París, daban de comer a las palomas en los parques de Oviedo, recogían frutas de la Selva Negra, domesticaban gaviotas en el Mediterráneo y se amaban cada noche en una cama distinta.

Fausto murió minutos después con Lady Clock en los brazos.

Nunca se supo cómo, pero Lady Clock entonces cobró vida. Sus ojos naranjas de gato refulgieron a la tenue luz de la chimenea de la cabaña, que comenzaba a extinguirse. La madera se volvió carne; la savia muerta se convirtió en sangre.

Lady Clock cortó las cuerdas de sus brazos, de sus piernas, de su cabeza. Acarició el cuerpo sin vida de Fausto y lo besó. Cortó algunos de sus blancos cabellos y se los guardó en el bolsillo a modo de reliquia. Se levantó y arrastró el cuerpo de su creador hacia el exterior. Una vez allí, le puso las mejores ropas que encontró en su ajado armario y cavó una zanja para él. Una vez terminada, lo enterró con todos los honores que pudo otorgarle.

Lady Clock viviría muchos años en aquella cabaña, pensando en todos los momentos que Fausto le había dedicado desde su nacimiento, en todos los sentimientos que Fausto le había profesado hasta el mismo día de su muerte.

A veces lloraba sabiéndose su asesina, sabiendo que si ella no hubiera aceptado la chispa de vida que Fausto le había ofrecido, él seguiría vivo. Y sin embargo, también se sentía feliz por haber podido conocer cómo era besarlo, cómo era sentir el calor de su cuerpo. Finalmente, comprendió que Fausto le había ofrecido aquel último regalo por amor y ella no había hecho ningún mal en aceptarlo.

Al fin y al cabo, como el propio epitafio de Fausto decía: “Todas las criaturas sobreviven a su creador”.


04 julio, 2010

Ojos de Esfinge


-¡Mírame! ¡Mírame cuando te lo digo! –grita.

Yo sigo con la mirada fija en otra parte. Odio que me griten.

Me levanto sin mirarle de la silla y me siento en el sofá. Recojo un libro del suelo y lo abro por la mitad. No tiene título, porque es mi libro. Un montón de páginas en blanco. Tal y como me gustaría que fuera mi vida. Él sigue empecinado en que lo mire, pero yo ya he aprendido a ignorarlo. Dentro de unos segundos se marchará airado y yo por fin podré disfrutar de algo de paz.

-¿Vas a seguir así? ¿Obstinada en tu obstinación? ¡Eso no te lleva a nada! ¿No te das cuenta?

Yo sigo con la mirada clavada en mis páginas en blanco, sin hacerle el menor caso. Sí que consigo algo con mi obstinación: enfadarle, molestarle, desesperarle. A veces, para hacer daño, solo hace falta levantar un silencio impenetrable para que todo aquel que se choque contra él no sepa cómo reaccionar.

De pronto, él se levanta. He acabado con su paciencia. Lo último que sé de él es un portazo y la certeza de que ha salido de casa.

Dejo el libro a un lado. Ya me dedicaré a llenarlo de palabras para luego ir borrándolas poco a poco. Antes tenía inspiración pero, hace dos años, la perdí. Cuanto más convivo con Daniel, más me doy cuenta de lo mucho que echo de menos la soledad. Y más me percato del daño que me hace con su sola presencia.

Llevamos cuatro meses de disputas acaloradas. Todo comenzó con el nuevo trabajo de su hermana Isabel. Había conseguido un puesto en una oficina de administración, pero no se entendía con los ordenadores. Yo tampoco es que haya sido nunca una gran entendida, pero al menos puedo teclear a una velocidad media. Pero claro, ella no. Esto se tradujo en que Daniel me pidiera encarecidamente que ayudara a su hermana, porque él no tenía tiempo. Solo al principio, me dijo. Yo por aquel entonces estaba en paro y, claro, no tenía cosas mucho mejores que hacer; o eso debía de pensar él. Accedí a ayudarla solo porque le tenía un gran cariño. Si hubiera sido por la habilidad de Daniel para convencerme, se hubiera llevado una gran decepción.

Total, que día a día, pasaba decenas de informes a bases de datos, decenas de bases de datos a informes que ella había mal redactado en papel. Insistí a Isabel en que fuera practicando mientras tanto, pues a mí pronto me saldría un puesto de trabajo –o eso esperaba-, y no siempre podría ayudarla.

Pasadas dos semanas, me negué a seguir haciendo informes. Daniel, por supuesto, me lo reprochó de una forma tan desproporcionada, teniendo en cuenta mi sana y asertiva argumentación, que rayaba en lo rocambolesco. A Isabel le expliqué lo mejor que pude que no podía seguir encargándome de los informes y le recomendé una escuela de taquigrafía para que mejorara su tecleo a ordenador. Eso para Daniel fue otro colmo. Se pasó una semana entera sin hablarme.

Yo nunca he entendido demasiado a los hombres. O más bien, nunca he compartido su forma de pensar. Porque en cuanto a temperamento, son muy semejantes a los niños. Y lo peor de todo, es que de entre el amasijo de personalidades infantiles y masculinas que me rodeaban cuando decidí emparejarme, yo había escogido a Daniel, que bien podría haber sido en su tiempo la mascota de la clase.

Después de aquello, hubo muchas trifulcas. La mayoría, sin un verdadero motivo de peso. Él quería controlar mi vida y yo, simplemente, no le dejaba. Eso le ponía de los nervios.

Y ahora, la verdad es que no nos llevamos mal. Más que nada, porque no nos llevamos. Todo termina con silencios y portazos. Con miradas esquivas a la hora de la cena. Con un hueco entre ambos cuando nos acostamos en la misma cama por la noche.

Yo ya no le amo. Me he acostumbrado a él como me he acostumbrado a las tazas blancas e insípidas de la alacena, o al suelo de parquet que hay que encerar dos veces al día, o a beber dos botellas de vino mientras él no está en casa. No es que me vea con otros hombres. Es simplemente que tener pareja no me interesa. Se suponía que ésta era la experiencia más cercana al amor que he vivido. Y Daniel y yo ni siquiera podemos mirarnos a la cara sin que uno de los dos empiece a gritarle al otro. Y ya no por maldad, sino por pura costumbre.

Cuando vuelve de la calle, yo estoy en la cocina preparando el almuerzo. ¿Qué hay de comer?, pregunta. Yo no le respondo. Él suelta un bufido de fastidio y se acerca a la olla a la que ahora añado sal. ¿Pasta otra vez?, se indigna, ¿No hemos comido ya suficiente pasta para los próximos doce años?

Claro que sí, Daniel, le respondo con toda naturalidad, pero sé cuánto la odias y por eso he decidido cocinar pasta una vez más. Esto a él le desconcierta de sobremanera, por lo que se echa agotado en el sofá y se queda contemplando las musarañas. Siempre me ha hecho gracia el cómo se queda después de una respuesta así. Me imagino que será porque las mujeres casi nunca somos sinceras con los hombres.

Por la noche Daniel se retuerce en la cama inquieto y, de pronto, noto una mano en mi pierna. Verónica, susurra. Yo me dejo hacer hasta que él se derrumba sobre el colchón con la respiración entrecortada. Cierro los ojos y me abrazo a la almohada. No hay nada más cálido que el algodón en una noche fría. Ni siquiera el amor.

Por la mañana, Daniel ya se ha marchado. Se ha llevado todas sus cosas, por lo menos las imprescindibles. Me imagino que no tiene intenciones de volver. No siento ningún tipo de tristeza. Más bien, lo veo natural. Yo no le quería, él me odiaba, y este apartamento no era lo suficientemente grande para los dos.

Me siento en una silla y marco el número de mi amiga Violeta. La invito a comer y así, de paso, hablamos. Violeta siempre estuvo loca por Daniel. Cuando yo dejé de quererle, me imagino que fui lo bastante sádica para no dejarle marchar y que, por ejemplo, comenzaran una nueva vida juntos. Los humanos tenemos ciertos problemas con la territorialidad.

-¿Pero cómo te ha podido dejar?- pregunta ella con los ojos como platos-. Si hacíais una pareja perfecta…

Noto que esto lo dice sin rencor, sin odio, sin dolor. Violeta es una chica magnífica. Y es mi amiga antes que la amante de ese saco de huesos llamado Daniel.

-Él a mí no me estimulaba. Yo a él le estimulaba demasiado y lo obnubilaba –explico tranquilamente- tanto es así que espero que haya revisado el coche antes de irse. He agujereado el depósito de gasolina.

-¿Sabías que se marcharía? –me pregunta Violeta algo nerviosa.

-Claro que sí. Los hombres son tan previsibles. Además, sé a dónde ha ido. Lo que me extraña, Violeta, es que siendo tan magnífica amiga como eres, no me hayas dicho que ahora mismo está durmiendo en tu cama.

El rostro de Violeta es todo un poema. Las mujeres somos a veces tan estúpidas.

-¿Qué? ¿Qué has dicho? –exclama temblorosa y agitada.

Yo sonrío y fijo la mirada en mi plato. Enrollo los espaguetis con delicadeza, los desenrollo y dejo el tenedor en el plato. Tomo la copa de vino que descansa en la mesa y bebo un pequeño sorbo.

-Verónica… ¿cómo…? ¿cómo no me lo habías dicho? ¿has permitido que viniera hasta aquí mientras tú sabías todo eso?

Me levanto y abro la ventana del comedor. Entra un aire limpio, fresco. Observo detenidamente cómo un pájaro se apoya en una de las ramas del sauce del parque.

-¡Mírame! ¡Mírame cuando te lo digo! –grita.

Yo sigo con la mirada fija en otra parte.

Odio que me griten.

03 julio, 2010

El Mundial de fútbol


Seguid, seguid, malditos. Venga, todos juntos: Jugadores de encefalograma plano con entrenadores y cía, y seguidores aún más imbéciles todavía. Seguid tocando el claxon, aclamando la victoria de unos pocos como si realmente se tratara de una victoria nacional. Continuad gritando, demostrando así que, efectivamente, el ser humano no solo viene del mono, sino que proviene de una variedad de mono especialmente estúpida. Berread, imbéciles, porque se juega en Sudáfrica -cuyo emplazamiento geográfico no sabíais hasta este Mundial... ¿o siquiera sabíais el nombre?-, donde tanta gente muere de hambre cada día, un acontecimiento deportivo mundial que mueve miles de millones.

Y lo mejor de todo: Alegraos en el día de hoy, españoles, porque nuestro gobierno, gracias al cual vamos directamente a la quiebra económica y social, hoy nos sube el IVA para despistar, mientras se gastan las pupilas ejjjpañolas frente al televisor. ¿Qué vais a hacer luego? ¿Pedir ayuda a los sindicatos? ¡¡Ja!!

Fútbol y religión, opios del pueblo.

¡¡Españoles: ... SOIS GILIPOLLAS!!

Nada más que añadir.

01 julio, 2010

La mantis


El momento más delicioso del día llega cuando son las diez de la mañana y me dispongo a preparar café en la cocina. El sol entra por la ventana y me recuerda lo bien que se está en casa, sin el calor abrasador que envuelve Andalucía. Limpio con cuidado la cafetera, lleno de agua el depósito, echo el café en el filtro con un toque de canela, uno las dos partes y la dejo a fuego lento unos minutos. Las primeras notas que escucho son las que produce el café ascendiendo por la válvula. Los disfruto y paladeo despacio, igual que haré un poco más tarde con la bebida, cuando el café esté dispuesto en mi taza.

Este pequeño ritual de cada mañana me inunda de nostalgia. Observo detenidamente el marco de la puerta de la cocina, sentada en un taburete que conseguí en las oportunidades de Ikea. Hace tan solo un par de años, Víctor hubiera entrado por esa puerta, atraído por el olor del café, encontrándome totalmente despeinada y con marcas de rímel de la noche anterior.

No puedo dejar de pensar en él cuando dejo la cocina y me siento en la sala de estar. ¿Qué hemos hecho, Víctor? ¿Cómo hemos podido tirar por tierra lo que éramos de ese modo?

Lo peor de todo es que después de dos años, aún me quedan lágrimas por llorar. Me hago un ovillo en el sofá, apuro mi taza y la dejo sobre la mesita de cristal, donde antes desayunábamos juntos.

Trato de insuflar valor a mi alma maltrecha y descuelgo el auricular del teléfono. Los pitidos se me hacen insoportables, se me clavan dentro, muy dentro de mí, como las palabras de abandono de Víctor. Cuelgo el auricular. Me falta coraje. Solo soy una niña asustada que ha perdido a su único amor. Me desespero. Descuelgo otra vez. Cuelgo de nuevo.

El vecino ha puesto la radio. Comienza a sonar un blues que inunda mi sala de estar. Me levanto decidida, tomo impulso y me refugio en la ducha. El agua todo lo purifica, todo lo sana y lo convierte en indoloro. Salvo mi pérdida. El tiempo me ha arrebatado a Víctor. Yo no tengo valor para arrancárselo de las garras al tiempo.

Salgo de la ducha envuelta en una toalla de algodón. Me siento de nuevo en el sofá de la sala de estar. Descuelgo el teléfono. Marco el número de Víctor. Espero.

-¿Dígame?

-…

-¿Diga?

Cuelgo.

Es la voz de una mujer. Qué estúpida eres, Celia. Cómo no iba a encontrar Víctor a una mujer digna de amar. Cómo no iba a encandilar a otra mujer su sonrisa, su forma delicada de hacer el amor, sus manos ascendiendo ardientes por las piernas tras una noche de copas, sus mordiscos en el cuello capaces de hacerte llegar al orgasmo, su pelo negro y liso, riendas de la pasión en la cama. Y su boca. Unos labios especialmente diseñados para fundirse con la boca de una mujer y llevarla al cielo en solo un minuto.

Se me escapan algunas lágrimas. Hace solo dos años, esa mujer a la que quitaba el vestido cada noche era yo. Ahora me he convertido en un ex maldita y frustrada por los recuerdos.


Necesito otra taza de café.


Por la noche voy a un bar de copas. Elijo a un rubio de ojos verdes; cualquiera me vale, con tal de que no se parezca a Víctor. Hacerlo con su doble sería enfermizo.

El rubio dice que se llama Iván. Siempre me gustaron los nombres rusos. Iván es divertido, bebe cerveza directamente del botellín y no en vaso, como hacía Víctor. Eso me gusta.

A las dos de la mañana estamos en mis escaleras, chocando contra las paredes, encendiendo las luces por accidente, subiendo los escalones a trompicones. Me quita la ropa interior de un zarpazo. Yo solo soy una doncella a manos de una bestia furiosa. Dejaré que más tarde se lleve una sorpresa. Mientras me dejo hacer, dulce y dócil.

Veinte minutos después, estamos contra la puerta de mi apartamento. Busco las llaves en el bolso precipitadamente. Los dos tenemos la respiración entrecortada. En cierto momento, sus manos ascienden por mis piernas y me acaricia entre ellas con lascivia. Como Víctor. Igual que Víctor. Las llaves de mi casa caen al suelo. Iván las recoge con torpeza y me las da. No sé cómo, pero consigo abrir la puerta. Entramos.

No le doy tiempo a alcanzar mi cuarto. Me abalanzo sobre él en mitad de la sala de estar, sobre la mesa donde Víctor y yo desayunábamos. Le bajo de un tirón el pantalón. Ya me preocupé en las escaleras de arrancarle el cinturón. Empiezo a arañarle la espalda por debajo de la camisa, a hacerlo sangrar mientras mi lengua recorre su cuello y sus labios.

Dos minutos después estamos follando de pie, mientras él jadea a cada impulso de mis caderas. Se corre enseguida. Cae rendido al suelo, por lo que aprovecho y, como una hiena con su presa, lo arrastro hacia mi cama, hacia mi territorio.

Lo hacemos tres veces más. Consigo tener cinco orgasmos. A él se le ponen los ojos en blanco.


A la mañana siguiente Iván yace sobre mi cama desangrado. Está muerto. Cuando la policía me interroga en la comisaría, comparezco de forma obediente. En la autopsia se revelan marcas de cuchilla por toda la espalda y mordiscos por todo el cuerpo.

Víctor, Víctor, rezan esas marcas. Yo también tengo marcas en mi piel, con un Víctor escrito con sangre y acero. Víctor. He matado por ti, Víctor. He matado a un hombre, porque él solo es, como yo, una prolongación de ti. De tu placer. Del mío. Víctor, Víctor, ¿dónde estás? Mi sangre es tuya. También la de Iván. Víctor… ¿qué aquelarre he de hacer para que vuelvas? Si tengo que matarte lo haré, solo para que tu cadáver sea eternamente mío. Como nuestras noches, Víctor. Como tus besos, Víctor. Como todos esos meses que pasamos follando, Víctor. Todos, como Iván, como tú… todos seréis eternamente míos.