23 septiembre, 2011

El valor de un profesor. Los recuerdos de una alumna.

Hoy se me ha comunicado la muerte de una profesora que estuvo conmigo en el colegio.

Su muerte me ha dejado muy impactada.

Yo la conocí cuando tenía 12 años y fue mi profesora hasta que tuve 16. Enseñaba Lengua y Literatura, además de Historia. Como elegí estudiar ciencias en lugar de letras, no pude asistir a su clase de Cultura Clásica -como me hubiera gustado- donde, entre otras cosas, daba nociones de latín y griego, idiomas que hubiera querido estudiar más en profundidad. Cuando a mis compañeros de Letras les enseñó el Gaudeamus, yo solía comentar irónicamente que les estaba enseñando el himno universitario a personas que muy probablemente jamás pisarían una universidad -es lo triste de las clases de letras, que suelen ser asignaturas de acogida de los alumnos menos aventajados-. Y lo decía con razón, pero también con cierta envidia. Yo quería aprender latín y griego. Yo quería aprender el Gaudeamus, por muy obsoleto que estuviera.

Pero esta señora no sólo escribía correctamente y tenía conocimientos de Historia, clásica, moderna y contemporánea. También le encantaba dibujar y lo hacía, de hecho, bastante bien. Esa es otra cualidad que admiraba. Cuando nos ponía ejercicios para hacer en clase, ella se ponía a dibujar para ocupar el tiempo, a veces interrumpida por algún alumno que necesitaba que le resolviera una duda a lo que ella accedía encantada.

Y es esto lo que más recuerdo de ella: Su sonrisa imperturbable. Solía pintarse los labios de rosa y cuando se paseaba por los pasillos de la clase dejaba tras de sí un aroma de perfume mezclado con tabaco bastante agradable, que yo identificaba con el olor de "la sabiduría". Mi clase estaba llena de energúmenos, para qué nos vamos a engañar, y no siempre la trataron todo lo bien que se merecía. Pero ella siempre era amable, siempre sonreía, siempre resolvía cualquier duda que un alumno tuviera.

Ya entonces tenía problemas de salud. Tosía con frecuencia y a veces no asistía a las clases. Recuerdo que cuando se anunciaba su ausencia muchos alumnos se alegraban, pero a mí me preocupaba su salud.
Sin embargo luego volvía a clase y se la veía tan alegre como siempre y mi preocupación se esfumaba.

Ahora que se ha ido, que no volverá más a clase con su sonrisa imperturbable, no puedo evitar sentir tristeza.

Quizá no fue la profesora con la que más aprendí, pero era un ser humano admirable. De un optimismo y una fuerza vital a seguir. Quizá por aquel entonces ya sabía algo de su enfermedad, el mal cáncer que se la llevó, si tanto se ausentaba de clase, lo que me hace subrayar con mayor énfasis si cabe el hecho de que no perdiera nunca la sonrisa. Y me imagino lo que habrá luchado, y me imagino lo que habrá sufrido.

Nunca hablamos de algo que no fuera estrictamente académico. Pero siempre nos dedicábamos miradas de complicidad. Ella solía hacer bromas -casi siempre irónicas, hacia un intento de torpe burla por parte de un alumno desaprensivo- y yo no podía evitar sonreír ante el ingenio y la inteligencia de aquella señora tan educada que con toda la elegancia de una dama sabía poner a la otra persona en su sitio. Y a veces ella y yo nos mirábamos en aquellas ocasiones y nos reíamos, porque compartíamos un modo de ver las cosas y un fino sentido del humor.

Ahora que se está resquebrajando la figura del profesor, que tanto desprecio está recibiendo por parte de la sociedad, pediría reflexión por parte de todos, pues todos hemos sido alumnos alguna vez. No sólo está en juego la calidad de la educación, sino también la calidad humana. Todos hemos tenido profesores a los que hemos querido y admirado como al mejor de nuestros amigos. Y el que no, ha tenido que ser necesariamente imbécil.

Si queremos que nuestros hijos y nietos puedan tener una relación tan especial como la que nosotros tuvimos, debemos proteger a los profesores.

Los alumnos sabemos que muy probablemente tenemos que enterrar a quienes nos han enseñado tanto, pero tener esta triste noticia tan pronto te deja necesariamente confuso. Yo estoy triste y confusa porque aún esperaba encontrármela varias veces más, ya fuera en una visita mía al colegio o en un encuentro fortuito en la calle. Y decirle que me seguía acordando de ella aunque hubieran pasado los años, que me iba bien, que ella había conseguido darme no sólo unos conocimientos sino una enseñanza de vida y que si había llegado a ser lo que era, en parte era gracias a ella, a su paciencia, a su buen humor, a su sonrisa.

Lamento mucho su pérdida.

Si una gran profesora, que además es una gran persona, muere, el mundo tiene que ser necesariamente menos bello. Más brusco, más primitivo, más hostil.

Pero ella no. Ella siempre estará en mi mente con una sonrisa rosa. impregnada del aroma de la sabiduría.

18 septiembre, 2011

El mes maldito

Que Septiembre es un mes de cambios, de proyectos, de comienzos y finales, todo el mundo lo sabe.

Que Septiembre suele tocarme mucho la moral, lo saben menos personas.

No hay tiempo para nada, todo son problemas, los exámenes me roban el preciado tiempo que necesitaría para otras cosas y otras cosas me roban el preciado tiempo que necesito para los exámenes, o algo así.

El cansancio, la falta de tiempo de ocio sin culpabilidad, la culpabilidad por tomarme tiempo de ocio que debiera ser de negocio y un largo etcétera me hace estar muy descentrada, en un continuo quiero y no puedo, en el que la actividad de escribir en este blog se ve muy mermada en la larga lista de cosas que me gustaría hacer y no puedo por falta de tiempo. Ahora que ideas tengo, he de ocuparme de otros asuntos.

Creo que hasta que este mes termine no podré poner en orden muchas historias que tengo pendientes. Así que a los pocos lectores del blog (o muchos o regulares... en realidad sigo sin tener ni puñetera idea de quiénes leéis mi blog, ni cuándo, ni por qué) os pido disculpas por este período de descanso que me estoy tomando.

Culpad a Septiembre.

Por lo demás aconsejo que os toméis las cosas con humor. Yo ando últimamente de un ácido que no me aguanto.