Ella retiró la mano velozmente. Fue la primera vez que le negaba su compañía, aunque en muchas otras ocasiones hubiera sentido la tentación de hacerlo. Se habían acabado las oportunidades.
Esos ojos no eran de este mundo, y ella lo sabía.
Detectaba en su saliva el sabor del diablo, en el humo que exhalaba su malicia, en el modo de acariciarla, su lujuria.
Él la había atraído enredando su aura oscura a la de ella, y tal vez ella simplemente se había dejado envolver sabiendo el peligro que existía en aquellas ataduras, por el placer de sentir el miedo confundido con deseo que experimentaba cuando estaba cerca de él, consciente de que ponía su vida en juego, consciente de ser la mosca que se enamora de la araña que no tardará en devorarla, para más tarde abandonar su cadáver en el río del destino por el que vagan los troncos muertos.
Aquella noche en el cementerio había sido mágica. Frío, sauces y metal. Y el fuego de sus entrañas fundiéndose en la red de mentiras, ante cómplices que no necesitaban ser impelidos a guardar silencio ante la pasión.
Pero se acabó.
Para ella había sido la primera vez que la besaban bajo la luna.
Para él, sólo la rutina de quien sabiéndose manipulador ahoga la ilusión en un cubo de gasolina al que después se le prende fuego.
Y él la había abandonado.
Pero eso no suponía nada nuevo. No para ella. Siempre supo que lo que él sentía no era verdad, que sus palabras eran la retahíla que uno necesita repetir con desgana para conseguir su propósito. Si ella se dejó seducir por su maldad, era porque la necesitaba tanto como el oxígeno. Se había cansado de ser ella misma.
Y sin embargo, contra todo pronóstico no sucumbió a la tentación de albergar al mal en ella, quizá porque en el fondo estaba hecha de impermeable de miradas hipnóticas.
Él supo beber de su bondad. Supo secarse las lágrimas con cobre y los fragmentos de su voz. Supo calmarse con los besos de niña que bordaba para él.
Pero nunca le pareció suficiente.
Quizá se desintegraba por dentro al saber que ella había visto tanto lo bueno como lo malo de él, y aún así, no lo había salvado entregándose con furia ante sus brazos anhelantes.
Él la llamó desde la cama una vez más.
Ella se acercó cautelosa.
Y ante los últimos estertores que él profería, ella los tomó en terciopelo junto con los recuerdos de su juventud en que ambos se rebelaban contra todo lo establecido.
Después lo arropó y lo dejó en la montaña de cadáveres.
...Hacía tiempo que él había muerto...
Y el anhk que colgaba de su cuello se rompió.