30 noviembre, 2009

Mi vida diluida en vodka





Concédeme un instante
y deja que me oculte tras un velcro,
que te diga categórica que no podrás observarme,
que se terminaron los “hasta luego”.
Hoy, para siempre, he venido a despedirme.
Mis ojos ya se ocultan tras tu reflejo,
y en un ademán desbaratas
lo que, entre vinagre y perfume de puta barata,
viniste a decirme.


No te abriré mi alma, pues carezco de ella.
Tu ignorancia será en esta noche tan bella
tu presente y tu castigo:
No voy a quedarme contigo,
y no aceptes mis condolencias.
Te dejo como regalo de lo que vivimos
el recuerdo de mi sórdida existencia.


Te contaré mi historia de brujas y carantoñas:


Él acababa de tomar de mis labios la ponzoña
Que pretendió olvidar al esquivar mi alma alba
y, en un vaivén de espuma blanca,
en el que creí ahogarlo en desesperación y delirio,
nos arrastramos juntos a la perdición entre aullidos:
yo, a la del recuerdo; él, hacia el olvido.


¿Me quieres?, preguntaron sus ojos ardientes.
Y yo le ofrecí una manzana y un beso, y susurré:
“Deséame, trágate el veneno y no me digas nada”.
Y él me concedió su gracia.


Esa noche volví a casa irrealmente,
prendida entre el viento que ululaba
y las estrellas destellando tenuemente,
comencé a sentir el amargo olor futuro
del incienso, el abandono y el sulfuro.


Le volví a encontrar y le pedí que me rasgara
entre sus cuerdas percutidas,
sin arena, plástico ni insecticida.
“¿Soy digna de admiración?”
Y él ahogándose por miedo en su vaso,
Sin mirarme, olvidó la contestación.


Le dije: “Mi amor, siempre fuiste un incordio”,
a lo que él respondió: “ Tu corazón jamás latió por nadie”,
y secándose las manos en el clavicordio me dejó
a merced del polvo y el arraste.
Me regaló como neurótica obsesión
el olor del alquitrán penetrante
y su amor destrozado en el asfalto.
Nada dijo, y se marchó.


Las piedras del camino aún recuerdan
mi desangro de aquel día:
Al pasar junto a la iglesia las campanas me repican
una dulce y triste letanía.
“No te quejes por las cadenas frías
que originan tu lujuria y tu desdicha”,
quedó grabado en piedra.


Entré ciega de horror en el portal de un poeta muerto
y con su voz fantasmal me follé muy lento.
Creció entre mis pechos una amapola,
y al bajarme la falda y abrocharme los ligueros,
se tatuó en mi piel a fuego:
Los diablos nunca lloran”.
¡Furcia de mí, que casi había derramado una lágrima por ti!


Siempre mis muestras de tristeza
fueron hijas de la rabia.


Entre sordidez y derroche
me transformé sin pretenderlo en Hija de la Noche.
Yo gritaba a oscuras:
¿Acaso alguien tiene derecho a sentirse más solo que la Luna?
Pecando, elegí como forma de morir la hoguera a la sepultura.


Le dejé un mensaje en el contestador,
y solo en él una pregunta:
“¿Es demasiado tarde?”
Y casi sin inmutarse respondió:
“Déjalo. Olvídame. Lo sabes.
Siempre has sido una zorra insoportable.”
Y entre mi desaliento y desespero
intenté enamorarme del titán de acero en balde.


Ante licor y humo quise desahogar mis penas.
“Mi buen amigo, ¿te acuerdas cuando…?”
“No malgastes por él ni un latido”.
Y descubrí entre sollozos restos de caramelo fundido
y la soga de un alemán torturado en la cerveza.
Esa noche pregunté sobre la cena
y, tras la respuesta, comenté en un sádico arrebato:
“Religious, delicious… “


Y cuando estaba ahogada en azul te encontré.
Mis fantasías sexuales quedaron a mis 10 años obsoletas,
y ya hacía mucho que había dejado de follar
con la fogosidad de mis quince primaveras.
Empezaste a hablar con la fugacidad de un lince:


“Me llamo…”
“Silencio”, dije.


Leonard.
Leonard es el nombre
perfecto para un hombre.
Y como Leonard para mí te ofreciste.


Y mientras te follaba en esas incontables noches,
me daba por pensar en todas aquellas horas en que fui seducida por la oscuridad,
recordando entre los gemidos de placer que mi sombra te prodigaba
las voces lejanas que conocí un día y que nunca volverían a mi umbral.
Escribí a viejos fantasmas y te enseñé a quemar, por brujería,
mi deseo, ímpetu y lencería.
Fue mi mortalidad carnaza de inmortales carcajadas.


Más tarde busqué besos que robar,
miradas de lujuria que coleccionar
para así recuperar mi arrojo perdido.
Mi derrota se pagó con la locura
que me ofreció Satán con dulzura.
Y me desplomé con descuido cayendo de rodillas
ante la canción que se repetía y se repetía
y no dejaba de sonar.
Jamás volví a soñar.


Para siempre te digo adiós, ahora que termino mi historia.
No quiero un epitafio, te presto mis sábanas que invitan
a que por última vez llores entre mis piernas
lo que resta de ésta ánima maldita.


28 noviembre, 2009

Filosofía zen






El maestro zen se preguntó:



¿Cuántos conejos hacen falta para encender una bombilla?



Mientras esperaba hallar la solución, una garza con dientes salió de un río de lava y comenzó a atacarlo furiosamente, arrancándole sádicamente los ojos y haciéndolo sangrar por todos los poros de la piel a picotazo limpio.



Cuando el maestro cayó muerto y el ave lo devoró, pensó la garza:



Ahí tienes tu jodida respuesta.



Dejo que los lectores mediten lo que ésta bella historia quiere decir.


27 noviembre, 2009

Quince minutos

Quince minutos…


¿Qué son quince minutos?


Son un ángulo de noventa grados.


Son la mitad del recreo.


Son lo que se tarda desde la rivera al centro.


Son la duración media de un coito en España (o eso dicen).


Son lo que resta después de escuchar dos minutos de” In-Da-Gadda-Da-Vida” de los Iron Butterfly.


Son la vida de un cigarrillo al que solo se ha besado una vez.


Son el abrazo perfecto.


Son el recorrido que hace el vodka desde mi sangre al cerebro.


Son los minutos en los que me desespero dentro del tren antes de llegar a Córdoba.


Son mi retraso automático en todas mis citas.


Son el tiempo que tardo en escribir esto, aunque su vida para un lector sea mucho más efímera.


21 noviembre, 2009

Espejos y espejismos



Y volver de nuevo y encontrarte con la ciudad muerta, las calles negras, las farolas luchando por sobrevivir y el frío apoderándose de todos los rincones del cemento.


Nadie se baja hoy en la estación, los pasillos están desiertos.


Las rejas metálicas que enclaustran las vías, los cables que dirigen la corriente que otorga la vida al tren cargado de pasajeros sin rostro, la odiada y odiosa luz eléctrica que despoja a todo aquello cuanto baña de vida, y lo convierte en un trasto más de hojalata, en una mirada perdida, en una sonrisa plástica, en un suspiro silicatado; todo conspirando para convencerte de que el otoño no ha llegado a la ciudad: el otoño ha llegado a ti, y la ciudad es solo tu reflejo.


13 noviembre, 2009



Sí, creo que acompañaré a esta ronda de whisky
con algo de Prozac.