31 mayo, 2010

Valhalla


"Magic is in me
I'm the lost magic man
Never found what I was looking for
Now I found it but it's lost

The fortress burns
Broken my heart
I leave this world
All Gods are gone"


"Valhalla,
deliverance
why have you ever forgotten me?"

Blind Guardian

El número 31 de la calle Alfaros fue mi destino durante muchas noches. Era el local más de la calle, a la par que el más oscuro.

La primera vez que fui allí contaba solo quince años. Me acompañaba el señor Luna, que por aquel entonces era mi mejor amigo. El señor Luna era guitarrista, amante de los Kiss, de Alice Cooper y de Cradle of Filth. Tenía una larga melena castaña, la piel pálida y una sonrisa dulce y contagiosa. Jamás le había visto por aquel entonces una camiseta que no fuera negra. De hecho, ese día llevaba una camiseta de Blind Guardian que un año más tarde sería mía y por la que siempre he sentido un cariño especial.

El señor Luna me sentó junto a la ventana y se pidió un chupito mientras a mí me servían un tinto con casera. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que en el fondo de su vaso hubiera un gusano, que había quedado en la botella. Poco después, tras sugerirle al señor Luna que era incapaz de comérselo, el gusano terminó, para asombro mío, en su estómago.

-Aquí he pasado grandes momentos- me decía él- podría decirse que prácticamente es mi bar.

A mí, el local, por aquel entonces me había conquistado. De paredes oscuras iluminadas por candelabros góticos, las ventanas tenían un aire medieval que conservarían hasta su cierre. En la pantalla de plasma siempre había un concierto de rock o de heavy, desde grupos que prácticamente eran reliquias hasta el power metal más actual. Algo similar ocurría con la música que sonaba por los altavoces.

Por aquel entonces toda esa música me gustaba. Toda, casi sin excepción. Era agresiva en su mayoría y yo en esa época sentía que de un momento a otro iba a estallar.

En la barra, el grifo estaba hecho con un cráneo de cabra, el logotipo del pub. Éste último tenía dos plantas. En la superior se solían hacer conciertos. Habré visto unos cuantos en todos estos años de grupos andaluces emergentes. Más tarde, la sala superior se llenaría de sillones y raramente se encontraba desocupada, por lo que solía apelar a aquel primer lugar donde estuve junto al señor Luna: frente a la ventana.

Volví un año más tarde al número 31 de la calle Alfaros, cuando el señor Luna había cambiado la camiseta negra por la blanca y la calle Alfaros por el parque. Ya tenía dieciséis años y consideraba que, después de todo por lo que había pasado el año anterior, era el momento de tomar aquel local y hacerlo mío. Se convirtió entonces en mi bar y empecé a pasar allí los fines de semana. Nunca hablé con los dueños. Cuando llegaba, entraba y saludaba, pero nunca quise estrechar más allá de eso la relación. Si era mi bar y allí me escondía del mundo, necesitaba que me dejaran tranquila. No sé cuántas veces bajé Alfaros haciendo círculos y llena de humo.

Sin embargo, llegó un momento en el que abandoné el local. No soportaba la clientela que entraba. Era demasiado ruidosa, demasiado estúpida y la tenía demasiado vista, demasiado viciada.

Aún así, cada vez que pasaba frente al número 31 de la calle Alfaros, enfocaba la vista hacia la puerta del que aún era mi bar, a pesar de todo. Lo cierto es que nunca he vuelto a tener un lugar como ese, al que haya acudido tantos años y haya querido y odiado de esa forma. Puede decirse que ha sido la relación sentimental más larga de mi vida.

Empecé a retomarlo cuando estaba en bachillerato. Empecé a pasar de la gente que me molestaba del local y con solo apartar la mirada de lo que no me gustaba, me quedaba absolutamente tranquila.

Comenzaron a modificar el local: cambiar los muebles, los dibujos de las paredes, la entrada, las luces, la música… y también la clientela.

Ya no era un lugar tan siniestro, tan cargado de misterio y de energía como la primera vez que entré… tampoco tan fascinante, porque estaba bastante saneado. Pero eso, lejos de desanimarme, me dio la poca confianza que me faltaba para lanzarme a por él y recuperar el brillo que había perdido en un año de silencio.

Sin embargo, al mismo tiempo que mi adolescencia se apagó, también se apagó el local. Lo cerraron poco después de que cumpliera veinte años. Desde que lo conocía, siempre había habido falsos rumores de cierre. Yo nunca los creí, hasta que me llegó la noticia a la bandeja de correo desde el propio local. Me supo mal porque no iba a poder despedirme de él, ya que por aquel entonces yo estaba fuera de la ciudad. Y, sobretodo, porque me di perfecta cuenta de que me sentía como una amante abandonada a su suerte.

Cuando regresé solo encontré su cadáver, la puerta sin el portal que tanto lo caracterizaba, donde en su centro se había vislumbrado solo unas semanas atrás un cráneo de cabra y justo debajo el nombre de mi bar y mi destino como Walkiria: Valhalla.




27 mayo, 2010

Rerum Demoni


Si pudiera, rompería a llorar de asco al ver cuán traicionero puedes llegar a ser. Vaciaría mi estómago, caería de rodillas y arañaría el suelo de rabia, al igual que lo arañaba a los dieciséis hasta sangrar, cuando aprendí a gritar en silencio, con el mismo odio, con el mismo fuego corroyéndome las entrañas. Te miraría altanera, sabiéndome súcubo y pasto del mismo infierno, pero infinitamente mejor que tú.

Arrancaría a todos los bufones sus máscaras, se acabarían los bailes de luces, y la música embriagadora quedaría ahogada para siempre entre el estrépito de mi sangre burbujeando, derritiéndome la piel y haciendo de mí una gorgona terrible.

Sabiéndome oscuridad, iluminaría todos los rincones de la tierra, del firmamento, del mar y del angosto universo que nos rodea, donde los diablos no pudieran esconderse ni adoptar extrañas figuras.

En ciertos momentos la mentira, la hipocresía pueden llegar a ser peligrosas. ¿Hasta qué punto sabe quien tengo en frente hasta dónde puedo llegar a ver dentro de él? Silencio y más silencio. Antes de que el culpable confiese, hay que hacerlo pasar por una sutil tortura que lo vuelva loco.

Cuando ves la verdad delante de ti, cuánto se sufre por obviarla y seguir asintiendo con las palabras que te regalan, a modo de ramo de rosas.

Una noche de luna llena, me dieron un nombre. Un nombre del que huyo, que no querría volver a tener más. Y huyo porque ese nombre evoca toda la maldad que hay en mí, toda mi capacidad para arrasar con todo y someterlo a mi voluntad.

Soy peligrosa, pero mi mirada lo advierte. Mis palabras lo advierten. Y cuando tengo a los antropófagos a mi lado, solo quiero gritar, acabar con su vida. Porque los diablos antropófagos te miran y sonríen, te acunan entre sus brazos, te dicen palabras bellas y poco a poco, te devoran por dentro y terminan con tus ilusiones. Terminan con tu luz.

¿Por qué, si tu destino está en otro lugar, si tu corazón está en otro lugar, te encadenas a un sitio distinto con toda la convicción de la que eres capaz? ¿Para añorar de por vida el lugar donde quieres estar? ¿Qué estupidez te lleva a ello? ¿Saber que no hay redes que te sujeten al otro lado? Cobarde.

Los demonios son cobardes y se alimentan de los sueños mortales.

Y siendo medio mortal, medio demonio, no tengo cabida alguna en este mundo. Solo me queda saberme más lista que los humanos, pues soy medio demonio; solo me queda ser menos cobarde que los demonios; pues soy medio mortal.


Lilith


26 mayo, 2010


-El silencio es el grito más fuerte.

-Entonces, ¿para qué está la Literatura?



24 mayo, 2010

Cruzando el río


Miraba fijamente la pared blanca de mi dormitorio, presa de una de mis mil ensoñaciones diurnas. Recuerdo que divagaba sobre la mirada de un joven, la cual no comprendía. El viento pegó un portazo y desperté.

Abrí los distintos cajones de mi escritorio buscando una carta que sabía que no había, como poseída por no se sabe muy bien qué. Como era de esperar, los cajones estaban completamente llenos de papeles, de fotos, de lápices; allí se escondía mi compás, la escuadra, un estuche lleno de ceras rojas… solo rojas, y dos entradas de teatro de hacía cuatro años, donde vi la obra de un autor francés que no había leído en mi vida y que sigo sin caber quién es, además de poemas escritos en post-it, en papel adhesivo, en servilletas, en microcartulinas. Todos malos. Lo cierto es que eso me encanta de mí: ser plenamente consciente de cuándo lo que escribo es una mierda.

Fue en aquel momento, debajo del primer poema que había escrito en condiciones –un soneto- , cuando descubrí el cuaderno amarillo. Un tétrico cuaderno amarillo lleno de escritos terribles cargados con gritos silenciosos, con aullidos de odio, de desesperación, de venganza, de traición. No quise empezar a leerlo por miedo a despertar a esa arpía mortal y terrorífica en la que me podía convertir, así que volví a esconderlo en el cajón y a cerrar éste con llave.

Suspiré.

Mis ojos volaron hasta la ventana desde la que se veía el mar, azul, bajo el cielo, azul, salpicado con nubes de algodón, blancas y rosas. Me acerqué a ella y la abrí. La brisa inundó la habitación y uno de los papeles que sobresalían del cajón se acercó hasta mis dedos a través del aire haciendo espirales ascendentes.

Leí la nota, escrita por mí hacía varios años en rojo sangre: “Mi estrella no es de este mundo de vivos”.

El corazón se me desbocó y sentí escalar a través de mis neurotransmisores descargas de adrenalina.

Un barco blanco de vela apareció en el horizonte. Sus palabras me golpearon los oídos desde lo más profundo de mi mente: “Por favor, quédate con mi sombrero. Te quiero. Me voy, me voy.”

De pronto, la mirada del joven se me hizo comprensible y en ese instante, alguien golpeó la puerta. Sobresaltada, me acerqué a la mirilla y vi al cartero con un sobre azul, así que le abrí.

-Esta carta es del capitán del Kyaneos, el barco que se acerca al puerto en estos mismos momentos.

No la abrí en ese momento, sino por la noche, con un exiliado que volvía a su patria entre las sábanas: El autor de la carta.


* A los interminables días en coche

que llegaron a su fin.


20 mayo, 2010

La canción de la Barda


Una poetisa sin instrumento

fue a preguntarle al bardo de la aldea

cómo conseguir estremecer el corazón de los hombres.


-Es fácil, hija mía- respondió el joven elfo

de cabellos dorados-

Solo has de aprender a tocar el arpa,

el piano, la flauta o tal vez

algún instrumento más rebuscado

como la lira que tocaban antaño

en la fortaleza de los galos.


-No tengo instrumento, sabio elfo-

contestó ella –

solo tengo mis desvencijadas letras,

poemas hechos trizas,

sonetos que hablan de doncellas,

elegías al viento y la ceniza.


-Entonces, hija mía,

no necesitas nada más,

pues no es más músico

aquel que sabe tocar un instrumento,

sino el que sabe imprimir

el ritmo de la música a sus versos

mientras reina el silencio.

Tú eres una barda, hija mía,

huérfana de instrumento

pero no por ello significa

que carezcas del espíritu con el que las musas

bañan a los artistas.

No tocarás la flauta,

pero no me negarás que con tus letras,

al igual que hacen los músicos,

sabes tocar el alma.


Y la barda hizo una canción sin fusas ni semifusas,

a base de silencios y corcheas mudas.

Sus letras colmaron las llanuras de su aldea,

y en aquel lugar, no hubo ningún rincón

que no estuviera lleno de música,

dedicada a aquel que,

aún amando el silencio, sepa escucharla.




19 mayo, 2010

Cruzando en rojo


Mientras me miraba en el espejo, me prometí encarecidamente que esa sería la última vez. Tomé el cepillo de la mesilla de noche y comencé a cepillarme el pelo. Una vez acicalada, decidí dulcificar mi mirada con sombras azules y enmarcar mis labios con carmín. Mi reflejo me devolvió la mirada. Parecía una muñeca de escaparate. Bella e inocente. La seductora ideal. Perfecto.

Cuando crucé la calle, el conductor de un Audi negro casi me atropella. El semáforo estaba en rojo para mí, lo que dio la potestad al conductor de sacar la cabeza por la ventanilla y gritar varios improperios en mi dirección. Poco a poco iba alzando más la voz encolerizadamente, pues a él se le había desbocado el corazón cuando me había visto aparecer tan cerca del parabrisas de su coche, mientras que yo había seguido mi camino a través de la calzada, completamente imperturbable.

Ni siquiera levanté la vista. Estoy acostumbrada a este tipo de incidentes, porque adoro cruzar en rojo. Podría decirse que soy una adicta a ello. En cuanto veo parpadear al hombrecito verde, me preparo, cierro los ojos y cruzo. A veces, no hay nadie esperando para pasar: pero en otras ocasiones, el conductor que va el primero de la fila de coches frena en seco, y entonces se oye tronar su claxon, al que a veces se suman los de todos los demás.

En esta ocasión, como digo, no levanté la vista, sino que seguí mi camino y entré en el supermercado como tenía planeado. Deambulé por los pasillos admirando los productos, fijándome en los precios que figuraban en sus etiquetas. Me dirigí al pasillo de Limpieza y allí examiné cuidadosamente todos y cada uno de los detergentes que ofrecían. Tomé el que me pareció más barato y con él en mano fui a la caja.

La cajera era desagradable. Mascaba chicle con la boca abierta, dejando ver unos dientes amarillos torcidos, producto del consumo de tabaco. Llevaba dos aros de oro muy grandes en las orejas y las uñas pintadas de rosa.

Me atendió sin ganas y, casi sin mirarme, me dijo:

-Son cuatro euros con ochenta.

Le pagué y salí con el detergente a la calle. De nuevo esperé en la acera a que el semáforo se pusiera en rojo, y entonces, crucé. Volví a mi casa y, una vez allí, apilé mi nueva caja de detergente con las otras tres que había conseguido en veces anteriores.

-Ya está todo listo –dije en voz alta.

Entonces empecé a vaciar cada caja de detergente en la bañera. Siempre me ha gustado el olor a detergente y la sensación a limpio que te ofrece. Las bolitas se agolpaban en la porcelana de mi bañera, pequeñas bolitas azules y blancas y verdes. Enseguida me desnudé y me metí dentro de la bañera. Entonces abrí el grifo y de pronto, el detergente empezó a convertirse en espuma…

Estaba rodeada de ella, así que sumergí la cabeza en el agua y empecé a respirar. Sentí la espuma ascender por mi nariz, llegarme a la boca. La saboreé, mastiqué las bolitas de detergente que aún no habían sido disueltas. Tragué, y el brebaje me llegó al estómago y me lo perforó con su Oxi-Action. Qué adorable, la publicidad.

Comencé a convulsionarme, el agua encharcaba mis pulmones. El detergente me quemaba. Tenía ganas de vomitar, de salir al exterior y respirar aire, pero a fuerza de voluntad, aguanté. No sé en qué momento fue, pero me di cuenta de que sangraba. Me estaba ahogando entre espuma, agua, bolitas de colorines y mi propia sangre. Todo un poema.

A escasos segundos de perder la consciencia, saqué la cabeza y respiré. Aunque… para ser realistas, respiré, escupí, tosí y me mareé, por lo que casi me doy un golpe en la cabeza.

Me sentí morir, tenía todo el aparato digestivo ardiendo, sangraba por la nariz y notaba todo mi cuerpo lleno de agua y espuma.

Lo mejor de todo, es que no me importó. Ni entonces, ni ahora. Lo que hice era necesario para cumplir con los requisitos de la Santa Iglesia Católica.

Por fin estoy limpia por dentro y por fuera.

Se acabó ser impura. Se acabaron las sombras azules. Se acabó cruzar en rojo.


18 mayo, 2010

El tren de hierro


El tren en el que viajo está cubierto por un ligero aroma a ancianidad. Traquetea por las vías quejumbroso, doliente, espartano a pie de guerra. Los asientos, herrumbrosos, moquetas llenas de pulgas invisibles que saltan de un compartimento a otro mientras los viajeros, ignorantes, charlan por sus teléfonos móviles abriendo las mandíbulas como caimanes en los documentales de naturaleza. Las ventanas cuentan amores ya pasados e incluso presentes. Estoy segura de que detestaría a todos ellos: a los amores, a los amados; puede que también al pasado y al presente. ¿Qué clase de amor es ese que se graba en cristal con llave, o se pinta con permanente en el asiento del autobús, o con tipex en una farola? Amor perecedero, caduco, falso y exhibicionista. Personalmente, solo grabo mis iniciales junto con las de la otra persona cuando quiero que la historia termine. Es mi forma de vulgarizar la unión: fíjate cariño, nuestro amor es tan pueril como el de los demás.

La rubia del asiento de la derecha me está mirando. Lleva pantalones rosa chicle, zapatos planos y blancos. Con brillantitos. Perlas en las orejas. Melena de modelo, ojos azules. No sé qué lleva en la parte de arriba, me imagino que una camisa blanca que conjunte con los zapatos. No tengo ganas de enfocarla. Ignoro el por qué de la intensidad de sus miradas hacia mí. Me imagino que se trata de desprecio por mi pelo enredado, mi raído cinturón, mi camiseta pirata y mis uñas llenas de restos de esmalte negro. Ella es brillante como el trigo bajo el sol, y yo simplemente soy una salvaje que no se termina de urbanizar, luchando natural y artificialmente cada día por no parecer trigo bajo el sol, sino más bien lúpulo amargo de cerveza. Las rubias somos amargas, querida, no dulces, me entran ganas de decirle. A mí me da igual que me mire. Solo quiero que tenga claro que no me impresiona su apariencia. Ejemplares como ella se pueden ver en la televisión cada día, pero un espécimen como yo solo se puede encontrar en un manual de psiquiatría, como caso excepcional y a pie de página.

El paisaje desgastado se sucede ante mis ojos. Desgastado no solo por el tiempo, sino porque me sé la topografía de esta travesía casi mejor que un geógrafo experto de Andalucía. Paisaje desgastado por mi mirada, por mis suspiros. Por mi imaginación. He dormido y velado a ese paisaje como a un hijo. Le he gritado, le he gemido. Le he dicho de todo a esos árboles, a esas casas, a esos postes eléctricos que todo lo rasgan y consumen. Y todo en silencio, como de costumbre.

El día menos pensado me duermo en el tren y no me despierto. ¿Por qué no tener un ataúd de metal? ¿Por qué no tener un coche fúnebre lleno de voces eléctricas? ¿Por qué no hacerme anciana, como este tren, entre sus vagones? ¿Por qué no seguir desplazándome después de muerta cuando, precisamente, inicio el viaje más largo de todos?

Y lo más importante… por qué no reírme de todos cuando encuentren mi cadáver y piensen: “Qué expresión tan dulce tiene esa rubia cuando sueña.”

17 mayo, 2010

Paradoja


Y quieres salir de tu país, distraer la legislación, burlarte del gobernador y abrumarte por la inmensidad del cielo. Pero… ¿para qué quieres volar tanto y tan alto, si al final, como siempre, acabarás tropezándote con tus propios prejuicios?


13 mayo, 2010

La bruja


He traído rosas frescas del jardín

rojas sin espinas. Y una manzana

verde, como tus ojos verdes,

y un frasco de perfume de jazmín

y almizcle, para mezclar en mis conjuros,

crear el perfecto brebaje

y poder convertir tu corazón vivo en inerte.


Aunque no me ves, yo sí puedo verte

paseando por las calles, llenando las aceras

con tu música melancólica ochentera,

como si nunca te hubieras enamorado de mis ojos brujos,

siempre fijos en la distancia.

Tienes miedo… ¡puedo verlo tan claro

en tu mirada y sus reflejos!

De pasional, te has convertido en perro

primitivo y rastrero, en animal delincuente

de hocico partido, como si no tuvieras dueño.


Lloriqueas en silencio y desprecias los besos

de un espíritu furtivo que se abre paso entre las brechas

que dejan las huellas del tiempo.

Miras el calendario, deseando diluirte

entre el rojo y el negro como si no existiera un mañana,

solo una cárcel que te encierra y te amortaja.


Desagradecido. No volverás a mirar

en mis rojos ojos fijos. No me importa

si terminas en un portal abandonado

ladrando para que alguien te abra la puerta.

La mía está cerrada a cal y canto

y aunque poco te importe ahora,

te importará en los años venideros,

cuando tengas hambre y sed de los viñedos

que me corren por la sangre.

Así sabrás que me dejaste sola,

huérfana de todo afecto,

con alambre en vez de hueso,

y plumín en vez de escoba.


Y si te encuentro en la encrucijada

de nuestras vidas rotas,

la mía estará astillada,

mas la tuya carecerá de sueños.

Te carcomerá el alma la envidia

y cuando te tienda la mano

y me mires y sonrías,

una sombra oscurecerá tus ojos,

se marchitarán las madreselvas

cuando te ofrezca una rosa inerte

y tú pienses: Ojalá estuvieses muerta.



12 mayo, 2010

El trece es mi número egocéntrico


Te dirán que vas por el camino equivocado

si vas por tu camino.

El día que cumplí diez años me dijeron que era una fecha especial, porque cumplía una década y por fin podía escribir una cifra de dos dígitos en lo referente a mi edad. En parte, pensaba que realmente eso de cumplir años era una tontería, porque de un día para otro no notabas nada raro. Sin embargo, por primera vez en mi vida, tuve miedo al paso del tiempo. Yo iba a cumplir diez años… ¿qué pasaría luego? Era incapaz de concebirme más mayor de lo que era, me daba la sensación de asomarme al abismo cada vez que conjuraba una imagen mental de mi yo con doce años, quince años… veinte años. Tal vez por eso siempre pensé que moriría joven, ya que mi mente no iba más allá de mi cuerpo infantil por aquel entonces.

Hoy, que cumplo veinte años, dos décadas, no hay nadie que me diga que es una fecha especial. Claro, quitando la misma historia de todos mis cumpleaños, que es que cae en día trece, día de mala suerte en muchas partes del mundo; cifra que yo me empeño en lucir orgullosa, porque, la verdad, para algo me empeñé en nacer con tres semanas de retraso precisamente en ese día, a las seis de la tarde. Pero no hay nadie que me diga: Enhorabuena, tienes una década más en tu colección. Y es porque cumplir veinte años es una mierda. Atrás queda la infancia, la adolescencia y con veinte años, lo que tendré que hacer a partir de ahora es tragar. Ya no me queda por delante comprar mi primer sujetador, ni sonrojarme cuando un chico me mire a los ojos por primera vez. Ya no tendré la fogosidad para gritar al mundo sin contemplaciones de forma descarada –y sin razón ninguna, a veces-, ni podré comer helados de chocolate despreocupadamente sin mirar la talla del pantalón -cosa que hacían mis amigas a los doce años, pero que a mí me parecía una soberana gilipollez… y a esa edad, lo era- . Ya no me emocionaré con una canción y me reconoceré en ella, porque me he hecho más compleja. A partir de ahora, mi cuerpo intentará ganarme la batalla, día a día, mientras voy envejeciendo paulatinamente. Lo bueno de cumplir veinte años es que no cumplo ni treinta ni cuarenta ni cincuenta. Pero para qué engañarnos, eso es algo que no durará mucho. Es cuestión de décadas.

Me sigue pasando igual que con diez años. No me veo con treinta. Ni con cuarenta. Aunque ahora sí sé que mis rasgos no cambiarán mucho en diez años porque tengo la fortuna de tener una apariencia obtenida, no se sabe bien por qué conjuro y gracias a la herencia genética, directamente de Nunca Jamás. Y si todo va bien, siempre pareceré más joven que las mujeres de mi edad; ellas, que ahora tanto me echan en cara el tener una apariencia aniñada. Ya me reiré cuando se os caiga el pelo y yo siga con una melena envidiable, un rostro sin arrugas y un cuerpo sin celulitis. Ya me reiré, ya.

Si algo tiene de bueno cumplir veinte años, es que tengo la personalidad más o menos formada. Aún puedo coleccionar libros, películas, correr, llevar minifalda, comerme una piruleta por la calle descaradamente, pintarme las uñas del color que me dé la gana, y el pelo, paralizar a un hombre con una sola mirada, usar perfumes dulzones, escribir gilipolleces como ésta sin que se me tenga mucho en cuenta, ser idealista sin tener que sufrir los reproches de los conformistas, cantar en voz alta, comer palomitas –mirando solo un poquito más por mi línea, pero ya está-, hacerme un tatuaje, tirar todos mis pendientes al desagüe y decir que no los quiero para nada, seguir teniendo ganas de gritarle al mundo –con más cabeza esta vez, eso sí- y seguir pensando que me importan muy pocos en este mundo y que lo que diga el resto, con sus convenciones sociales y su moral de la estupidez, me da igual.

Y lo mejor de todo es que como tengo la personalidad más o menos formada, puedo pronosticar con un margen de error de más menos uno, que éstas previsiones que hago ahora sobre mis veinte años, tampoco es que vayan a cambiar demasiado en las siguientes dos décadas… por ejemplo.


11 mayo, 2010

Arcoiris





Mi color es el blanco.
Las tardes, blancas,
con crepúsculos azul y plata.

Los rayos del sol ya no me queman,
mi piel ya no alimenta las brasas
de la tragicomedia humana.
Yo dejo mis labios, cuero nítidamente pálido,
para que la luna los tome entre sus brazos
y con ellos teja una alhaja que trenzar
entre sus trenzas aladas.

Soy un pájaro que vuela demasiado alto,
pero la maldición de Ícaro no me afecta.
El espinazo tenso,
no decaigo aunque fuerte sople el viento.
Si el llanto me acecha
y quiere oxidar mi alma metálica,
le recuerdo que tengo el corazón de madera.

En un bolsillo guardo el tiempo.
No quiero perder ni un segundo
aunque toque a su fin la primavera.

Ya no me asustan mis fantasmas
aunque extiendan hacia mí sus cadenas.
Les he ganado la partida y,
pasado bajo llave,
los recuerdos guardados
ya no pueden dañarme.

Admiro mi futuro –futuro incierto- y sonrío.
Con el cariño de una rosa
cubierta de rocío, se abre entre mis dedos.

Ya no pido nada a cambio
para resguardarme de la lluvia,
de las densas nubes que amenazan.
Si la oscuridad se cierne,
iluminaré mis días.
Soy un arcoíris de colores,
la esperanza que llevo buscando
y mi color no es el verde.

Mi color es el blanco.

10 mayo, 2010

Diagnóstico


Fui preocupada al médico la otra tarde y le dije:

-Doctor, creo que tengo un problema. O varios, no estoy segura. Tal vez padezca una enfermedad y a lo que me refiero son, en realidad, síntomas…

-Bueno, bueno, ya veremos de qué se trata. Explíqueme.

-Verá, resulta que cuando alguien se compra un nuevo utensilio, como un móvil, o un bolso, un lápiz de ojos, unos zapatos… cualquier tontería, ya ve usted… resulta que no me emociono. No siento curiosidad. Me parece que hay cosas a las que la gente le presta una atención que, en realidad, no se merecen.

-Entiendo –comentó él, anotando en un bloc- prosiga.

-Por lo general, tampoco encuentro nada interesante que tratar con la gente. Hablan de cosas incomprensibles, como de quedar no sé qué día para ir de botellón, o lo triste que está su prima del pueblo porque se le ha perdido el frasco de perfume que le regalaron por Navidad, o que si mañana empiezan a estudiar no sé qué asignatura, o que si el otro día vieron tal programa en televisión y les parece que Fulanito está muy bueno o que Menganita debería de teñirse el pelo de rubio, porque el moreno le sienta fatal… tonterías todas, como puede usted ver, porque, sinceramente ¿qué me importa a mí la prima del pueblo de nadie? No me gusta el botellón, ni suelo ver la televisión. Lo más interesante tal vez es eso de los estudios, y tampoco me parece un tema apasionante, qué quiere que le diga. Más bien se trata del pan de cada día para una estudiante como yo.

-¿Algo más?

- Sí. Las personas hablan en el lugar en el que vivo, por lo general, demasiado alto. Han perdido la noción de silencio. Y el silencio es algo que yo aprecio mucho. Sin el silencio no se puede entender el valor de la música ni ésta se puede apreciar. Tampoco se puede conversar a gusto si hay demasiado ruido alrededor. Ni leer. Ni pensar. Creo que tampoco escribir. Odio el ruido, y por eso no me gustan las discotecas, los bares demasiado cargados… y la gente suele acudir a ellos como… ejem… moscas a la mierda, si se me permite la expresión.

-Se permite, se permite.

-Además, cuando camino por la calle me miran como a un bicho raro. Soy consciente de que no le presto demasiada atención a mi aspecto físico. Entiéndame, soy una persona limpia. Mi ropa está limpia, tal vez, a veces, algo arrugada. Pero limpia. No me gusta llevar accesorios como pulseras, anillos o colgantes. De vez en cuando un colgante o un anillo, pero nada más. Ni siquiera llevo pendientes. Solo llevo bolso, un bolso negro todoterreno, como yo lo llamo. No es elegante, pero me resulta muy cómodo. Tampoco llevo maquillaje, salvo algunos días en los que me apetece llevarlo. Mi ropa de diario no suele ser llamativa. Nunca voy a la peluquería. No sé… prefiero gastar mi tiempo en otras cosas en lugar de arreglarme. No creo tampoco que precise de mucho. Pero parece que algunas personas ven mal el que no te pases media hora frente al espejo y el armario. Esto no me supone un problema, simplemente menciono el hecho de que así sea porque realmente a mí no me importa mucho cómo vayan las otras personas, siempre que tengan un mínimo de higiene.

-¿Tiene algo más que añadir?

-Si sigo, estaré aquí toda la tarde. ¿Tiene alguna idea, con esto que le acabo de contar, de lo que me ocurre, doctor?

-Así es. Usted padece de una profunda falta de frivolidad. Vaya a la peluquería una vez al mes, vea la tele diariamente, ríase escandalosamente, vaya los fines de semana a la discoteca, deje de leer y de escribir –y si lee, lea únicamente best-sellers-, abrace a todo el mundo y dele sonoros besos aunque esas personas no le importen nada en absoluto, maquíllese cada día como si le fuese la vida en ello, interésese por la telefonía móvil, escuche música pop en la radio, cuente banalidades de su vida que para usted carezcan de importancia…

-¿Sabe, doctor? No es necesario que continúe. Creo que prefiero seguir con mi enfermedad. Gracias por todo.


08 mayo, 2010

La zorra del escritor


Nunca tuve la certeza de si escribía sobre mí o sobre otras. Leía y releía sus textos, buscándome entre las imágenes que dibujaba, preguntándome sobre si sería la ella que se sentaba en el parque por la mañana, o la ella que reía angelicalmente, o la ella que se pintaba los labios rojos, siempre rojos. Me lo preguntaba porque yo encajaba con todas esas ellas, pero siempre encontraba alguna discordancia en sus palabras para pensar que realmente no se refería a mí. Claro que eso tal vez solo era falsa modestia por mi parte mezclada con inseguridad, pero es que cuando entras en la vida de un escritor, te preguntas sin cesar si tendrá la gracia de escribir sobre ti o más bien elegirá sepultarte entre sus letras.

Por eso llegó un momento en el que no me importó si escribía o si no escribía sobre mí. Me importaba un verdadero comino si gracias a mi imagen conjuraba el poema perfecto o la mejor historia jamás narrada. Sin embargo, sentía verdadera ansiedad cada vez que llegaba el cartero, pues hacía ya dos años que esperaba carta suya y ésta nunca llegaba. Decía siempre que estaba muy ocupado, que ya me escribiría cuando pudiera. Esto para mí tenía una lectura clara: tengo tiempo para todo, menos para ti.

Así que un día, harta como estaba de esperar, harta de escritores, de libros, de letras… hice una pira con toda hoja escrita que encontré dentro de mi casa y le prendí fuego. Todo se incendió en cuestión de horas y mi hogar quedó reducido a cenizas.

Me vi de pronto en la calle, sin ninguna posesión a la que aferrarme.

Al cabo del tiempo me hice prostituta para poder comer. La vida en el prostíbulo era penosa, pero la prefería una y mil veces a la eterna espera de alguien que nunca llegaría a mi vida. En cambio, a un burdel los clientes siempre llegan cuando menos te lo esperas. Uno de ellos, a pesar de su ruda apariencia, de ser un bebedor empedernido y tener la voz ronca de tanto fumar, era mi favorito. Era brusco, sí. Pero estaba lleno de ternura. Una ternura inusitada y bastante particular.

-¿Y cómo dices que te llamas? –le pregunté en cierta ocasión.

-Me llamo Charles. Charles Bukowski.

Bukowski. Un apellido delicioso para un hombre delicioso.

Me enamoré de él. Me enamoré de él burdamente, como solo se puede amar a un hombre así. Un día se acercó a mí y me dijo que era el último día que aparecía por ahí, que se marchaba de la ciudad.

Nuestro último polvo fue grandioso, de esos que te dejan conmocionada dos y tres horas después de echarlo. Esa vez no fingí. Y él se ocupó de mí, a pesar de que yo solo fuera una triste puta. Y he de decir que, aunque le agradecí el gesto, fui más egoísta. Quise apropiarme de él. Pero eso no era posible ahora que se marchaba. De modo que se me ocurrió una idea. Una tarde en la que en lugar de follar, nos dedicamos a hablar, me confesó que era escritor. ¡Escritor, qué ironía!

Eso fue hace ya varias semanas. Y ahora yo sería más lista. En un descuido suyo, mientras se vestía, le saqué sin mirar todos los folios que pude de su maletín, le besé para despedirme y él se marchó para siempre.

Curiosamente, años después, me encontré con un poema suyo que decía así:


A la puta que se llevó mis poemas

" Algunos dicen que debemos eliminar del poema
los remordimientos personales,
permanecer abstractos, hay cierta razón en esto, pero
¡POR DIOS!
¡Doce poemas perdidos y no tengo copias!
¡Y también te llevaste mis cuadros, los mejores!
¡Es intolerable!

¿Tratas de joderme como a los demás?
¿Por qué no te llevaste mejor mi dinero?
Usualmente lo sacan de los dormitorios y de los pantalones borrachos y enfermos
en el rincón.
La próxima vez llévate mi brazo izquierdo o un billete de 50,
pero no mis poemas.

No soy Shakespeare
pero puede ser que algún día ya no escriba más,
abstractos o de los otros.
Siempre habrá dinero y putas y borrachos
hasta que caiga la última bomba,
pero como dijo Dios,
cruzándose de piernas:
veo que he creado muchos poetas pero no mucha poesía. "

Y cuando terminé de leerlo, me reí. Me reí a mandíbula batiente por Charles, por mí, por sus poemas perdidos. Entonces recordé aquella vez en la que leí a un escritor anónimo a quien amaba, buscándome entre sus palabras vacías. Y riéndome de nuevo, ahora de aquel pobre infeliz que nunca me escribió una carta, saboreé el dulce sabor de la victoria. Al fin, yo había aparecido en un poema. Yo. Sin lugar a dudas.


06 mayo, 2010

Respuesta a un desesperanzado


Recuerdo que cuando tenía dieciséis años, un hombre me dijo que el amor y el desamor iban de la mano desde que empezaba una relación. Por aquel entonces yo no sabía casi nada, pero desde el momento en el que dijo aquello, algo chirrió en mi mente. ¿Cómo que el amor y el desamor iban de la mano? Aquello no podía ser. Si así fuera, ¿para qué iniciar una relación, si sabes que tarde o temprano va a terminar? Precisamente lo bonito del amor es la esperanza de que no sabes cuánto durará, y el saber que si lo cuidas bien, puede durarte para siempre, aunque suene a cuento de hadas.

Precisamente, eso es lo que impera hoy en día. Empiezas una relación con alguien a sabiendas de que, efectivamente, más tarde o más temprano va a terminar. Es como contagiarse de una enfermedad: lo haces con tranquilidad, porque te puedes librar de ello cuando quieras. Así el amor se convierte en un objeto de consumo: lo contratas durante determinado tiempo y cuando estás harto o no te beneficia, lo desechas sin más.

Es por esto que hay tanta pareja equívoca. Como eliges a alguien que no vas a conservar durante mucho, te vale uno cualquiera.

Pero yo opino de forma distinta.

Es cierto que te puedes equivocar a la hora de elegir, pero eso no quita que no intentes escoger con responsabilidad.

Como muchos sabios dicen, el amor es una planta que hay que regar cada día para que no se pudra.

¿Qué el amor y el desamor van de la mano? Solo si tú quieres.

Hay a quien le basta solo con el amor y al desamor lo manda a paseo.

Pero quién más y quién menos, puede seguir engañándose si quiere. Ahora el amor es como La Biblia: cada uno la adapta al gusto del consumidor –desgraciadamente-.

Así que el amor y el desamor no van de la mano. Todo esto es como en otros campos de la vida: una historia de cobardes y valientes.

05 mayo, 2010

Un día en el submundo


La basura se acumula por todas partes. Varias ratas campan a sus anchas por la microciudad dentro de la ciudad, que es tan suya como de miles de drogadictos que deambulan por las calles. La suciedad inunda los edificios. Plástico, papel, hojalata. Basureros sin tapadera, vendida al mejor postor. La pintura se evapora de las paredes, triste y desconsolada, porque nadie sabrá apreciar su belleza. Aquí manda el dinero. La droga. No hay ley, apenas orden.

Las mujeres, llevadas a la condición de marujas, se pelean por un trozo más de chocolate. Los maridos se chulean entre ellos, se sacan las navajas y discuten sobre quién se acostará con la mujer de quién por dinero. Los niños juegan, siendo en parte ajenos a la mugre que los rodea, aunque estén llenos de mierda hasta el cuello. Seres de pesadilla emergen de las profundidades. Están tan consumidos por la droga que apenas se adivina cómo se mantienen en pie, pues son puro hueso y pellejo. Miradas consumidas, mentes vacías. Aquí, todos los vivos están en realidad muertos.

Prostitutas vagando por las calles, con sus zapatitos diminutos, sus faldas cortas y su bolso. Un atuendo tópico, carente de imaginación, como las cabezas de esas criaturas. Rezuman amargura y tristeza. Cansancio. Hastío. Dar vueltas una y otra vez hasta que alguien te suba a su coche y así puedas acariciar con tu lengua los recovecos más oscuros de un ser repugnante que nunca te dirá “te quiero”, o apreciará que has cambiado el maquillaje para estar más atractiva, o se preocupará por el dolor de tu muñeca, o te abrazará y te llevará lejos de allí. Lejos de la pesadilla. Porque le gusta la carne. Y tú eres solo un trozo de carne que poderse follar. ¿Qué te creías, eh, puta?

Puestos y quioscos infectos de familias infectas, puntos de venta de droga, pantallas de plasma en salones de apartamentos V.P.O. Una ironía haciendo las delicias del humorista más macabro.

Y me llama la atención la mirada de un niño, aún brillando con una inocencia que muy pronto perderá, que lleva una camiseta verde y un balón en la mano. Y habla con voz dulce y explica que unas mujeres se están peleando, y lo dice con toda normalidad. Y a mí, casi se me llenan los ojos de lágrimas al ver la realidad a la que él se enfrenta cada día, tan solo un paseo turístico para mí. Y desearía arrancarlo de allí, enseñarle mis libros, bañarlo, acariciarle el pelo, hacerle batidos de fresa o chocolate, regalarle peluches, besarlo. Darle amor en definitiva. Darle un futuro que no tiene y que nunca tendrá, porque la suerte se lo ha quitado.

No hay dios que les ayude, administración que les tienda una mano, Estado que les escuche. Son las criaturas del inframundo que vagan por la Tierra, sinley que tienen sangre blanca en lugar de roja, mugre por vestido y un futuro tan negro como sus ojos, ansiosos por consumir.

Mientras, la ciudad, llena de estrés, ciega sus ojos ante una realidad para ella inexistente, cena cada noche a las diez en punto comida caliente y bien dispuesta. La ciudad ve la televisión, asiste a la escuela, se emociona con la música, rueda en coches con seguro, juega en parques donde pincharse con una jeringuilla no es una opción.

Dentro de ella, la microciudad llora su abandono y su olvido. La microciudad es el gueto donde todo lo que no nos gusta se encuentra. El submundo queda reducido a tres mil viviendas, donde sesenta mil historias diferentes se enredan y se destruyen, donde se drogan y alucinan, donde existen sin conocer lo que es la vida. Solo la ley del más fuerte y los impulsos de la adicción.

Porque aquí, en el submundo, todos los vivos ya están, en realidad, muertos.

03 mayo, 2010

La rima XXIII (Tergiversación poética)



La primera vez que me enamoré, lo hice de una botella de sidra. La segunda vez, me enamoré de un gato. La tercera y la cuarta, de dos hombres diferentes. La quinta, de una montaña. La sexta, de una mujer. La séptima, de un anciano.

Iba por la vida enamorándome de personas, de objetos, de lugares, de animales. Me enamoraba cada día, cada hora. No podía entender la vida si no era así.

La curvatura de unos labios al despertar, la mirada viva de un pájaro posado sobre una rama, la caricia del viento sobre mi piel, las raíces del sauce llorón frente al que pasaba cada mañana, el tacto de la mano de una amiga sobre mi hombro, la sonrisa de un anciano, el beso de un hombre y el abrazo de otro, una canción sonando en un estéreo. Gestos que me hacían amar al autor como si perteneciera a mi propia carne.

Vivía enamorada.

Pensaba que sería así hasta el día en que muriera, pero entonces el alguacil de mi localidad me mandó a quemar en la hoguera. ¿Mi falta? Amar a todo a la vez y a nada en concreto.

Cuando el fuego empezó a quemarme, se leyeron mis cargos:



¿Qué es el amor?, preguntas,

mientras clavas una daga en mi espalda

con una sonrisa iluminando tu rostro.

¿Qué es el amor? ¿Y tú me lo preguntas?

El amor es el invento más cruel del ser humano."


Y me abrasé.