28 abril, 2012

No quiero ser normal


El primer pecado que cometí

fue nacer en minoría

sola en un hospital

sin amigos, ni familia.


Mi madre siempre me decía

“fíjate bien, tienes que ser

como las demás niñas:

mirar únicamente hacia el suelo

vestir de rosa,

peinarte todos los días".


Completé todo el programa,

saqué las mejores notas

iba camino de convertirme

en una cáscara vacía.

Perfectamente normal.


Un día el camino se truncó

no sé cuándo ni dónde,

sólo escuchaba una voz en mi interior

que me decía algo no va bien en ti,

no eres como las demás.


Fingí ser una señorita,

tomaba el té con una sonrisa

y miraba a los demás con simpatía.

Mientras, dentro de mí,

sólo escuchaba a la voz

pidiéndome a gritos

que escapara de allí.


Las losas de la costumbre

caían sobre mí.

Decidí no sonreír,

vestir camiseta corta y pantalón,

buscar en los mapas mi lugar

dar lumbre a mis sueños,

pensar que no había nada malo

en que algo fuera imperfecto.


Mamá, le dije,

lo he intentado todo,

pero no puedo ser normal.

Ella me miró con decepción

y nada dijo.


Algo se encendió dentro de mí,

ya no volví a ser la misma.

A base de romper mis alas contra una pared

descubrí que las tenía.


No sé cuánto vagué

en busca de una respuesta.

Todos esos años

siempre equivoqué la pregunta.


Los arañazos, las piedras,

la sangre manchando

mis ya de por sí rojos labios.

Viajé montada en una estrella

con destino de cometa,

que perdía su cola helada por momentos.


Aterricé en mil planetas.

Comí, bebí, me asusté.

Navegué por el cielo

y tropecé con Ulises,

pero él me confundió con una sirena.


Me encerré en un palacio,

en lo más alto de la torre

a la espera de que nada pudiera hacerme daño.

Me sentí protegida.

Dentro de mí, la voz gritaba

corre, te has refugiado

en el laberinto equivocado.


Me levanté una vez más,

desnuda y ahíta,

sacudiéndome los escombros,

llena de frío, de hambre, de sed.

La libertad ondeaba ante mí.

Sólo tenía que alargar la mano y cogerla.


Al volver a casa

victoriosamente fracasada

me miré al espejo

y me reconocí.


Mamá, le dije a mi reflejo,

ya no quiero intentar nada.

Mi voluntad se expresa firme

ante quién soy, y ahora te digo

que no quiero ser normal.

La mujer del espejo me miró largamente

y, sabia como era, me dijo:

Hacer siempre lo incorrecto

es una forma de acertar.


23 abril, 2012

A-salto de planta

Al ser hija de quién soy, visitar la planta de psiquiatría de un ambulatorio es una mera anécdota que se viene repitiendo en mi vida desde los once años. Sin embargo, el que anualmente esto ocurra en dos, tres ocasiones, me sigue llamando la atención. De hecho, ahora más, debido a lo que estoy estudiando.

Entrar en la planta de psiquiatría como Pedro por su casa no es moco de pavo. Al principio me daba miedo. Yo iba a ver a mi madre por cualquier motivo y la planta de psiquiatría suelen ponerla siempre en el piso más alto. Esto a mí siempre me ha hecho mucha gracia, porque suelo pensar que a un loco se le puede ir la cabeza, coger el hacha de incendios, e ir cómodamente asesinando personas planta por planta desde la quinta hasta el sótano. Sin despeinarse.
Y es que a los pacientes de psiquiatría se los quiere bien lejos, donde no molesten, para que no alteren al resto de pacientes no psiquiátricos y se líe la mundial. Y claro, como no es ético meterlos a todos en un sótano para que no los vea nadie, los ponen allí arriba, en lo más alto para poder contenerlos mejor. Además suelen ponerlos con los pacientes de neurología, la mayoría de ellos personas ancianas, que están tan hechos polvo que poco les importa que cualquier colgado se ponga a pegar gritos o se altere.

Cuando era más joven, desfilaba por el pasillo con mucha atención, mirando las caras de los pacientes y tratando de averiguar si había alguno peligroso al que no debía de acercarme. La mayoría de sus miradas eran tristes o estaban como perdidas. También he visto miradas coléricas, miradas cargadas de dudas y miradas llenas de electricidad. Yo me sentaba en la primera silla que veía más apartada y allí me hacía un ovillo, siempre soportando sus miradas llenas de curiosidad. Me imagino que chocaba ver a una chica tan joven allí metida que a los pocos minutos desaparecía escaleras abajo con la psiquiatra.

Luego mi experiencia cambió con el tiempo. Ya no me daban miedo, si acaso me inspiraban tanta curiosidad como yo a ellos. Seguía quedándome apartada, pero esta vez los miraba con atención, tratando de averiguar qué podrían tener: ése tiene pinta de haberle dado a las drogas, ésa de ahí sufre un transtorno nervioso de algún tipo, ese pobre tiene una depresión de caballo, ésa es una maníaca... Hasta el punto de que, a día de hoy, me reto a mí misma para ver qué puedo identificar. Me doy cuenta de que después de cuatro años entre libros de carrera me he academizado demasiado y ahora tengo idealizado al paciente esquizofrénico, al que sufre alzheimer, al enfermo crónico de insomnio... De modo que el visitar una planta de psiquiatría hoy me ha ayudado a darme cuenta de que tengo que volver a tomar terreno. La psicología está ahí fuera, no en los libros.

Para empezar, esta mañana me senté apartada apartadísima de los demás, junto a un cartel que ponía "sin salida" (me gusta ser protagonista de estas pequeñas escenas excéntricas que aparecen de pronto, en mitad de la normalidad).
Identifiqué un claro caso de autismo, que es con el transtorno con el que más experiencia tengo a día de hoy, de un chico que bajó en el ascensor y a los pocos minutos volvió a subir en el mismo. Un autista al que le gustan los ascensores. Los autistas tienen un sentido del humor muy particular. También vi llegar a dos mujeres monísimas de la muerte, de esas que votan al PP, que me preguntaron que qué planta era aquella, así que puse mi mejor cara de loca (decir que yo tenía una pinta horrible, con ojeras, despeinada y sin café) y les dije con un deje ansioso: Es la planta de psiquiatría, con lo cual dieron media vuelta y bajaron las escaleras sin darme las gracias, haciendo resonar sus tacones con cierta prisa. Me reí interiormente. Después una señora que venía con la hermana y la sobrina se puso a gritar como una posesa que a ella el psiquiatra le tenía que dar el tratamiento, que estaba muy alterada y que iba a hablar con no sé quién. La hermana trataba de contenerla y la mujer cada vez gritaba más. Estuve a punto de intervenir, pero afortunadamente terminó tranquilizándose.
Luego, una mujer con su hijo también autista, bajando las escaleras. Y pacientes de neurología a montones, esta vez no tan mayores como otros que he visto, que estaban un poco escandalizados por el numerito de la mujer, la hermana y la sobrina.

Finalmente salió mi madre y yo la seguí muy discretamente, porque no me gusta que sepan que soy su hija.

Mis pruebas clínicas siempre tienen escrito lo de Dpto. de salud mental -por aquello de que las pruebas me las hacen más mis padres que mi médico de cabecera- lo que me hace pensar que si eso se queda registrado en mi historial de alguna forma, cuando tenga que ir alguna vez a un hospital a lo mejor se extrañan al ver que soy una paciente crónica de salud mental desde bien pequeña.

Si es que ser hija de quien soy, a veces es un lastre. Ya me pasaba en el patio del colegio:

-¿En qué trabajan tus padres?
-Pues mi madre es enfermera y mi padre cocinero.

-¿Y los tuyos, Andrés?
-Mi madre es profesora y mi padre taxista.
-Taxista, hala qué guay.

-Pues mis padres son los dos arquitectos.
-¡Anda, como mi tía!

Y me llegaba el temido turno...

-¿Y tus padres?
(Voz casi inaudible)
-Pss... Psiquiatras.
-¿Psiquiatras? ¿Eso qué es?
-Esos... ¿esos no son los que encierran a los locos?
-Mmm...
-¡Como en La Bella y la Bestia, que el loquero quiere encerrar al padre de Bella!
-¡Qué miedo! A mí esa escena me hacía llorar de pequeña... Tenía unas pesadillas por las noches...

Y aquí se hacía un silencio sepulcral, y luego se cambiaba de tema.


...mis padres me deben muchos amigos.


22 abril, 2012

Caracol


Bebo una copa,

bebo otra copa;

miro en el fondo

de la botella

y no hay un genio

en su interior.


En mi sonrisa,

un caracol.


Las margaritas,

los margaritas,

de antiguo invierno

se han marchitado,

no me han dejado

ni un solo adiós.


En tu sonrisa,

un caracol.


Seco mi capa,

mojo tu boca

bajo al infierno,

no rezo a dios.


Casi sin prisas,

un caracol.


Dejo una mueca

toco una tecla

de un piano helado

de la pared.


En mi sonrisa

de caracol.


Si duermes solo

deja una muesca

entre tus labios

de celofán.


En tu sonrisa

de caracol.


Recojo un beso,

quito el perfume,

chupo la savia,

no sé qué hacer.


Son las aristas

de un caracol.


Digo te quiero,

vivo en un coco,

bebo tu ausencia,

abrazo el aire,

dónde estarás.


Son tus sonrisas

de caracol.


15 abril, 2012

Largo domingo de hartazgo


Acabar con todo.

Esa sensación que comienza

en las costillas

y sube hasta la garganta

para inundar los lacrimales

secos y ardientes

de rabia, asco, náusea.

La bilis espumosa

burbujeando en mis entrañas,

a punto de estallar

por cualquier lado,

clavándome las uñas en las manos,

en mis dedos húmedos,

suplicantes de un cigarro encendido.

Sangro, me alimento, lloro,

renazco

en una suerte aciaga

pegada a mis talones

y bolsillos.

Esa rabia que me ahoga dulce

y dolorosamente...

y no me deja respirar.


13 abril, 2012

Cinco pequeñas reflexiones cotidianas

1. Para mi gato, el mayor, mi nombre es Mau. Cuando me llama, su maullido es muy distinto al que utiliza para pedirme de comer o para que le cambie el agua o la arena. Es un maullido diferente al que usa para saludarme por las mañanas o para llamar mi atención sobre cualquier cosa que se la llame a él. A veces me llama por el pasillo. En un intento de vocalizar al modo español las vocales, las pronuncia claramente, haciendo un esfuerzo para ello, consiguiendo que su voz parezca humana. Mau, Mau, me dice, y yo sé inmediatamente que me está pidiendo pasar un rato conmigo, sentarse en mi regazo o acostarse sobre mi escritorio para que lo acaricie mientras leo. ¿Que quiere abrir una puerta? Me llama para que se la abra: Mau, Mauu... y mira la puerta ansiosamente y a mí, de forma alternante. Pero cuando me llama, suele hacerlo para estar conmigo, para pedirme que lo acaricie y pase tiempo con él. Igual que para mí él es Edgar, y cuando lo llamo él aparece por la puerta, él sabe que si me llama Mau, rápidamente aparezco para cogerlo en brazos y dejarle pasar la tarde conmigo.

Los humanos solemos felicitarnos por la exclusiva capacidad de nombrar los objetos; qué poca sagacidad, pues está claro que no es así.

2. Me gusta probar cosas nuevas. El otro día le tocó al tofu. Tofu, tofu, ¿qué narices es el tofu? No tenía ni idea hasta que lo compré. Pues resulta que es leche de soja condensada a la manera del queso, capaz de adaptarse al sabor de aquellas especias o alimentos que lo rodean y con una textura muy peculiar. En Asia es relativamente frecuente; en Europa lo han popularizado los vegetarianos, haciendo que ocupe el lugar de la carne en su dieta. A mí simplemente me gusta, sin ser yo nada de eso.

3. Hubo un tiempo en el que yo era bailarina. Bailarina de verdad, de esas que van al conservatorio y tienen que sufrir durante años cuatro o cinco horas diarias de ejercicios terribles, cinco días a la semana. Tenía una coordinación sorprendente, era capaz de hacer diez cosas a la vez con mi cuerpo, incluso pensar. El otro día, sin embargo, al agacharme para coger en brazos a mi gata me golpeé la frente con la esquina de una encimera. Eso da una idea de la pobre coordinación que tengo ahora, que ni siquiera soy capaz de medir bien las distancias visuales. Quizá por eso me dedico ahora a las peripecias mentales; deben de dárseme mejor, porque no necesito tanto ejercicio. Ahora no soy capaz de hacer diez cosas a la vez, pero al menos sé pensar, sobre todo cuando me dedico a ello en exclusiva; más de lo que muchos hacen.

4. Tengo una agenda en la que apunto cosas que tengo que hacer. No las cosas rutinarias, sólo lo verdaderamente importante. Ahí escribo listas de aquellos libros que tengo que leer, aquellas películas que me quedan por ver, aquellas cosas que debo escribir. Trazo objetivos para estar en contacto conmigo, para que no me pierda en la costumbre diaria. No lo miro con frecuencia, ni significa nada el que no cumpla objetivos dentro de un marco temporal, porque no lo hay. Simplemente está ahí, como un mapa que guía mis pasos. Un espejo en el que mirarme para recordarme quién soy cuando se me olvida.

5. Ha salido un estudio que dice que dos cañas de cerveza o dos copas de vino nos hacen más inteligentes de forma temporal. Si bien la capacidad analítica se ve reducida, la intuitiva se incrementa. Es el mejor momento para resolver acertijos, entonces. Esto lo tenía muy claro, pero ahora los datos lo confirman. De modo que ya saben, señores empresarios, en lugar de máquinas de café, pongan máquinas de cerveza. Nada más insinuante que eso y un cartel que diga: ¿Hoy cómo la prefieres, rubia o morena? Y que el vino tinto y el vino blanco pasen a llamarse vino moreno y vino rubio respectivamente, con su máquina vinatera también. Así no habrá discriminación sexista. Vendrán a quejarse pelirrojos, pelirrojas, castañas y castaños; pero ya sabemos que en genética, el pelirrojo y el castaño son sólo mutaciones del rubio y del moreno. O, como mucho, un árbol de frutos secos femeninos. Y lo que tienen en común la vida basada en el carbono con el alcohol es que ambos arden muy bien.

08 abril, 2012

La doctrina del shock

Creo que en los tiempos en los que vivimos es muy importante no permanecer desinformados, como nos quieren tener, es muy importante ser conscientes de la magnitud de las cosas que nos rodean, de los cambios que existen y de las consecuencias que de ellos se derivan.

Os traigo un documental cuyo visionado me parece fundamental para comprender lo que está ocurriendo con nuestro país, ya que es sólo un síntoma más del efecto dominó que ya ha tenido y sigue teniendo lugar a escala global.

Dura una hora y dieciocho minutos. Abrir los ojos a la realidad bien merece un poco de nuestro tiempo para no deambular después perdidos, perdiéndolo.