30 octubre, 2012

Esto de escribir y de esta escribiente

Esto de escribir imagino que empezó al vivir casi nueve años de mi vida siendo hija única -aunque luego me lo chafaran mis padres-, en un afán de querer imitar a los autores de cuentos que leía y de dedicar mi tiempo a algo que me parecía productivo. Yo también imaginaba cosas fantásticas, y como no tenía a nadie a quien contárselas, pues las escribía. Desde entonces no me he quitado la costumbre.

Normalmente la gente habla mucho y piensa poco, y me repugnaba terminar así, de modo que antes de abrir la boca pensaba y repensaba mucho lo que iba a decir. Eso me quita espontaneidad en ocasiones, pero me salva de decir un montón de estupideces en otras y hace que mis opiniones, estén equivocadas o no, sean medianamente maduras.  También hace que sea más callada de lo habitual.

Escribo más que hablo porque lo que digo me sale mejor. Más puro, más reposado. Lo que se escribe permanece, los sonidos se diluyen. Probablemente, a menos que lleve una cerveza encima, sería incapaz de defender tan extensamente cualquiera de mis opiniones, salvo excepciones, claro está, que también hay ocasiones en las que hablo hasta por los codos porque sí.

También tengo que confesar que tengo otra traba: no me gusta mi voz. Pensaba que al crecer tendría voz de princesa Disney o algo por el estilo y creo que lo que tengo es voz de contralto, menos femenino a mi parecer. Y la odio, aunque para cantar Sweet Dreams versionada por Marilyn Manson quede de puta madre. Esto hace que hable bajo -ya más por costumbre que por otra cosa- y que hablar en ciertas circunstancias sea para mí un fastidio. De hecho cuando hablo por teléfono cambio la voz completamente de forma instantánea, en parte porque odio hablar por esa máquina -ironías de la vida- y en parte porque siento que con mi voz, tono, volumen de habla normal y deje cordobés, me resulta más difícil hacerme entender. Así que prefiero dedicarme a los bolígrafos y a los teclados aunque sea reconocer abiertamente que soy una taimada comunicativamente hablando. Aunque estoy en tratamiento, lo juro.

Puedes escribir prácticamente donde quieras si tienes los instrumentos necesarios y al ser una tarea solitaria no se precisa de mucho más. A veces quieres que te lean y otras no, pero siempre puedes escribir lo que te dé la gana. Es muy liberador tener siempre esa opción abierta.

Tener un blog hace que pueda tener una ventana más de comunicación abierta al mundo, un lugar donde son mis palabras las que reciben al visitante -y no mi imagen, ni mi voz, un estorbo en muchas ocasiones según el ambiente- y a las que tienes opción de contestar, si quieres. Tanto que he hablado del feminismo en otras ocasiones, un blog es una magnífica muestra del pensamiento de muchas mujeres que andamos por ahí perdidas, una carta de presentación donde si te desprestigian o te ensalzan es por tu pensamiento y no por tu imagen, algo que te puede sentar peor, pero da un trato más humano y equitativo. Prefiero mil veces que me digan "perspicaz" a que me digan "guapa". Lo primero me lo he currado yo, lo segundo ha sido azaroso. Lo escrito te permite volver sobre ello, ampliar tus opiniones o cambiarlas radicalmente y seguir la historia de cómo varía tu pensamiento. Por eso no me gusta borrar nada de lo que escribo, en su momento parecía tener sentido, y borrarlo es como padecer de cierto etnocentrismo pero aplicado a tu misma persona. Si eras gilipollas, eras gilipollas, asúmelo y sigue adelante con tu vida procurando no serlo en un futuro, que es lo que realmente tiene valor. Además echarse unas risas nunca viene mal.

Quisiera emprender una viaje donde la escritura sea uno de los ejes de mi vida, pero nunca sé muy bien cómo hacerlo exactamente. Mientras me decido a saltar y no, tengo este lugar y todas mis opiniones vertidas en distintos medios. Tal vez con esto de tener blog ya esté creando algo aunque no pueda encontrarse en ningún libro de ninguna tienda. Por lo pronto me sirve para ordenar mis ideas, para explorarlas y ponerlas en duda, para conocerme y para conoceros a vosotros, los que me leéis, que es una de las cosas más maravillosas de existir en la blogosfera.

Escribir es algo tan genial, que en un momento dado puede salvarte la vida. Como mínimo, del tedio.

Y aunque por ahora no tengo mucho que decir, me apetecía compartir unas palabras con vosotros desde mi siempre sesgado y parcial punto de vista escrito. Y si de lo que está escrito o está por escribir queréis hacer alguna mención siempre podéis dejarme un comentario, escribir a mi correo o, por qué no, invitarme a una cerveza. Siempre contesto, aunque tarde en hacerlo.


26 octubre, 2012

Esos escalofríos


Cuando voy en el metro muchas veces no puedo controlar esos símiles que hace mi cabeza al viajar en el vagón. Observo a la gente, cada uno a lo suyo, viajar en silencio para bajar apresuradamente en su parada o subir con prisas mientras lanza miradas ansiosas al panel que anuncia las estaciones por las que el tren va pasando. Unos van a trabajar, otros vienen de vuelta, pero todos desfilan por los controles del metro con su respectiva tarjetita. Todos luchando y considerándose afortunados por tener un trabajo y poder llevar a casa un pedazo de pan. Y mi mente relaciona metáforas que van desde un matadero hasta situaciones parecidas en otras épocas. ¿Qué nos diferencia de ello?

Una mujer abre un periódico y comienza a leer las noticias que contiene. A esa mujer le están diciendo qué pensar sobre ésto y aquello, la están manipulando y ella no sólo lo consiente sino que lo busca activamente. Dos estudiantes sentadas a mi izquierda visten de forma tan similar que parecerían gemelas de no ser por el color del cabello, diferente en cada una. Personas que luchan día a día por mantener y cuidar este sistema, que se levantan temprano para trabajar y dar varias horas de su tiempo a cambio de comida, que vuelven a su casa y ponen el televisor y a eso lo llaman “desconectar”. Y se me hace inevitable pensar en esas manos negras que lo dirigen todo, esas manos negras que no conozco y que están manejando los recursos de todos: sanitarios, educativos, ambientales. Recuerdo esas voces que dicen en Europa que las personas vivimos demasiado, que hay que recortar pensiones, recortar en sanidad y recortar en educación. Que nos están matando y no nos damos cuenta. Que si esto sigue así, las enfermedades e infecciones camparán a sus anchas por las calles gracias a esa mano que sutilmente, pero de forma inexorable, va segando a esas pobres gentes los pocos derechos que le van quedando, incluído el derecho a vivir. Sólo hay que pensar en los alimentos que tomamos, sin garantías de calidad ninguna. Peor que el pienso de otros animales. Me oprime la garganta el pensamiento de que el sufrimiento no le importa a nadie. Que sólo somos los engranajes que hacen funcionar un reloj cuyas manecillas ni siquiera alcanzamos a ver, siendo engranajes prescindibles al fin y al cabo, y cuando nos rompamos sólo es cuestión de sustituirnos por otra pieza. Porque somos muchos inconscientes y por ello pueden hacerlo. Las manos negras pueden permitirse el lujo de matarnos silenciosamente mientras nos dicen cómo vestir y qué pensar, teniéndonos entretenidos como animales en un matadero.

El barrio obrero donde vivo no mejora mis pensamientos. Yo soy muy afortunada y sólo estoy aquí de paso, pero para otras personas esto es su vida. Viven en ese barrio de edificios de ladrillo sin pintar, de ventanas apelotonadas todas juntas en los mismos lugares de la fachada para poder captar algo de luz, rodeados de coches agolpados en unas calles de jardines tan tristes como el futuro que esas personas poseen. Que mis vecinos se levantan antes de las siete para trabajar, que vuelven a casa mustios para comer en un hogar donde todos los sillones de la casa están orientados al televisor siendo éste el máximo entretenimiento, que cada día hay que limpiar, cocinar y recoger la casa en la que viven, siendo los objetivos de su vida cada día los mismos. Y piensan que son felices, que son afortunados porque tienen unas pocas pertenencias y un trabajo al que dedican su vida y que los consume cada vez más a cada jornada. Y no aspirarán a más, se quedarán ahí, porque esa es su vida y ese es su barrio. Porque trabajar es lo máximo a lo que aspiran, a pasar todos los días por ese metro y dirigirse a sus puestos de trabajo como corderitos bien amaestrados. Trabajar, descansar y volver a trabajar para mantener un sistema que en el fondo ni siquiera les gusta, pero no se lo plantean y continúan. Y algunos vivirán resignados, otros pensarán que viven en la cumbre de aquello a lo que pueden aspirar y esto me mata de impotencia. Me dan ganas de zarandear a un anónimo cualquiera y decirle ¡despierta! Y saber que la situación no sólo no va a cambiar, sino que va a ir a peor, aumenta el nudo de mi garganta.

Hacen con nosotros lo que quieren, nos dicen cómo tenemos que vivir y nosotros obedecemos sonrientes y nos dejamos convencer de que o esto es lo mejor, o simplemente es lo que hay. Y me recorren esos escalofríos por la espalda porque este es el peor de los mundos posibles, donde escapamos como especie de la violencia del entorno natural para aplicarnos la violencia social a nosotros mismos. A nuestra propia especie y a las demás. Donde a falta de morirse de hambre nos atrapan desde el miedo por la no supervivencia con trabajos absurdos y objetivos idiotas, cambiando la jungla natural por otra artificial que falsamente es más benigna.

La ciudad no se para por la lluvia como durante la Prehistoria, no nos refugiamos todos en torno al fuego de la cueva para disfrutar del espectáculo natural. Seguimos trabajando y yendo a donde se supone que tenemos que ir, porque tenemos una sanidad que nos cuida cuando nos ponemos enfermos aunque cada vez quede un poco menos de ella. Porque seguiremos yendo a trabajar bajo la lluvia aunque podamos ponernos enfermos y no tengamos medicamentos para recobrar la salud. El hollín de las fábricas ya no lo tenemos impreso en el rostro como hace unos siglos, porque no hace falta. Basta con doblegar la voluntad de cada uno por la mañana ante el despertador, con gastar nuestra más preciada posesión -que es nuestro tiempo- en objetivos que nosotros nunca nos pondríamos, en descuidar los vínculos afectivos del hogar para dedicarnos en cuerpo y alma a un sistema donde unos cuantos viven sin preocupaciones de ningún tipo y nosotros les permitimos que sea así. Nos desvivimos por una oligarquía que nos escupe a la cara cada día bajo la falsa ilusión de que somos libres y nos permiten hacer lo que queremos. Que podemos comer, vestirnos y dormir bajo un techo -cada día menos-, no como en los países pobres que un día explotó nuestra nación bajo lemas de patriotismo.

¿Merece la pena una vida como ésta? Tener un mundo maravilloso, un planeta lleno de belleza y posibilidades para que el solo hecho de nacer sea una condena para la mayoría de seres vivos. Aniquilar especies mientras la nuestra se reproduce sin control destruyéndolo todo a su paso. Somos cada vez más pero el reparto de riqueza sigue siendo el mismo, por lo que cada vez tocamos a menos trozo de pastel por cabeza -salvo unos pocos- y por ello se permiten precarizar nuestras vidas mientras el nivel de la suya va aumentando.

Esos escalofríos consiguen que quiera ponerme a gritar porque este sistema me tiene atrapada. Porque quiero pegar un golpe en la mesa, huir a toda costa, pero todo será en vano mientras haya millones que ignoran o permiten que esto continúe así.

Yo no nací para esto.

03 octubre, 2012

Despedidas y comienzos


Soy de naturaleza nómada. Si me quedo demasiado tiempo en un sitio, este tiende a asfixiarme poco a poco y suelo tener la imperiosa necesidad, tarde o temprano, de salir de allí. He vivido en distintas ciudades y distintas casas. Algunas me aportaron bastante; otras, casi nada. Casas y ciudades, indistintamente.

Suelo decir, por todo esto, que mi hogar no está en ninguna parte. Mi hogar soy yo y algunas de las personas a las que quiero. Mi hogar no es un sitio específico, no está ligado a una forma, a un nombre o a un color, sino a cosas mucho más abstractas. Por eso cambia a menudo de lugar, está aquí y allí, en varios sitios a la vez, y otras veces, en cambio, en ninguno.

Hoy me he despedido de una casa. Una casa simple, con paredes y techo y puertas. Una casa parecida a otras en las que he vivido y diferente a otras tantas.

Sin embargo, sé que esa casa en parte era un hogar. Por todo lo que allí ha pasado, por todo lo que me ha tocado vivir no sé si por la vida o por el lugar o un poco por todo...

Sabes que abandonas un hogar, sea este una casa, una persona o cualquier otra cosa, porque cuando te vas se queda algo de ti con ella.

Hoy he perdido algo, porque algo de mí se ha quedado con esa casa. También algo he ganado, porque algunas cosas de las que quería deshacerme también se quedarán con ella, o eso espero.

Y ahora tengo una leonera, mi leonera, llena de cajas y una fontanería que da pena, esperando a que pueda hacer algo con ella y, quién sabe, tal vez pueda convertirla con el tiempo en un pedacito de hogar.