07 julio, 2009

La habitación del pánico


Dormía profundamente en la cama. Su pecho subía y bajaba acompasadamente con su respiración. Sus cabellos se esparcían, rebeldes, por la almohada creando una corona en torno a sus rasgos inmóviles y etéreos, cincelados en piedra.

El ambiente estaba cargado de estela de sueño, de quietud onírica, de oxígeno empobrecido, de polvorienta naftalina agria, de azul nocturno rasgado por rayos lumínicos demasiado tenues como para corromper los estratos de las tinieblas.


Ella, en medio de aquel mundo fantasmal que la envolvía, suspiraba entre ensueños mientras cambiaba sus manos de postura sobre la colcha almidonada e impoluta. Ella, incólume a cualquier asunto exterior, dormitaba suspendida como una bailarina puesta en pausa en mitad del escenario.




Sin previo aviso, la puerta de la habitación que la guardaba se abrió violentamente y tres hombres con los rostros cubiertos penetraron en el habitáculo rodeando la cama con presteza.
La mujer que dormía se despertó súbitamente, asustada, y al mirar a los extraños que la cercaban sintió una punzada de terror en el estómago que le transfiguró el rostro. Intentó gritar, pero ningún sonido acudió a su reseca garganta paralizada por el pánico. Los desconocidos se cernieron sobre ella y la inmovilizaron, mientras la mujer luchaba con todas sus fuerzas para desasirse.


Uno de ellos, el más alto de los tres, llevó su mano al cuello de ella atenazándolo con firmeza. El compañero que aguardaba a su lado, extrajo del bolsillo del pantalón negro que llevaba un cuchillo y lo hundió con saña en al cálido abdomen femenino.
La joven gimió atormentada, mientras observaba impotente cómo la mancha de sangre se extendía por el colchón.


En un arrebato desesperado, comenzó a forcejear y se zafó de la mano que mantenía la presión en su cuello. Susurró entonces un estertóreo y apenas audible “¿por qué?”.


-No queremos que hables –respondió una potente y firme voz masculina.


En un último intento, la joven soltó una de las manos que tenía inmovilizadas y le retiró con un ágil movimiento el pasamontañas que cubría la cara de uno de sus captores.


Por unos segundos sus ojos se iluminaron en una muestra de reconocimiento.





Una bala le atravesó el corazón en un instante que nunca debiera haber existido y su cadáver inerte se deslizó suavemente entre las sábanas, adquiriendo una perfección nuevamente pétrea y alcalina.

Había comenzado el principio del fin.

1 comentario:

Argeseth dijo...

Excelente. ¡Cuéntame más!