01 abril, 2010

De futuro y Spleen


Yo era una de esas mujeres que se habían encontrado bajo el maligno influjo de la crisis del 2010. Era hija de una generación desagradecida en los días más caóticos del mundo. No poseía nada más que mi cabeza, mi temple y mi orgullo. Bueno, y unos cuantos cachivaches más, a saber: el recuerdo de una media luna, una camisa roja deshilachada, un sombrero con el ala torcida y un vaso de cristal, que realmente no era de cristal, y tampoco tenía agua.

Me había visto empujada, como muchas personas sin hogar, a mendigar en las calles. Yo antes era músico. O música. Lo éramos todo: la música y yo, su músico. O su música. Vaya usted a saber.

Tenía un violín. No era de los mejores. “De los mejores” en materia de instrumentos musicales significa “de los más caros”. Y no, mi violín no era de los más caros. Tampoco era de los mejores. Pero yo lo quería. Lo tuve que vender. Era o mi violín o yo. Si hubiera tenido que elegir entre la música y yo, hubiera tenido que morirme yo, porque no hubiera podido permitir que se extinguiera la música. Pero era mi violín lo que estaba en juego, no la música; de modo que lo vendí para proteger a la música. O al músico. Siempre odié que los diccionarios limitaran mi creatividad.

Con el dinero compré varias botellas de vodka y un poco de pan para calmar el hambre. Los mendigos suelen hacer esas cosas: comprar pan y vodka. O quizá no compren vodka, pero sí cualquier otro licor. Realmente lo de comprar vodka era uno de los pocos esnobismos que aún conservaba. No es que fuera una viciosa. Los mendigos tampoco lo son. Pero con el vodka podías evadirte y entrar en calor. Ya decía Baudelaire que nos embriagáramos: de vino, de sexo, de poesía… de lo que fuera, pero que nos embriagáramos. Y yo le hacía caso al maestro de la decadencia, por supuesto.

Yo vagabundeaba por las calles, esplínica como cualquier poeta –o poetisa, que las poetisas sí que estamos siempre malditas, que para empezar, ni se nos conoce- maldito del XIX, y me dirigía a mis clientes diciendo: “Señor, ¿quiere volver a enamorar a su esposa? Puedo hacerle unos versos magníficos”. O bien: “Señora, ¿está aburrida de ver “tele-novales” en la televisión? Yo tengo aquí el antídoto perfecto”. Y en ocasiones, cuando pasaba mucha hambre y sed, lloriqueaba a la desesperada: “Por favor, señor. Cómpreme un puñado de palabras. Le daré las que quiera. Como quiera. Cómpreme mis palabras, señor, por favor. Tengo mucha hambre. Tengo palabras poéticas, refinadas, malsonantes, prófugas, ilícitas, apabullantes, rectilíneas, vergonzosas, amargantes, perfumadas, ácidas, defensivas, infundadas, intelectuales, barriobajeras… Tengo todas las palabras que usted quiera. ¿Cómo las quiere?”

Y al final me rendía, porque mis labios despertaban más admiración que mis versos. Y por ello mis besos se cotizaban mejor en el mercado negro. O en el blanco. En cualquier mercado. Lo intenté con la prosa para no caer más bajo. Pero a nadie le interesaban mis historias inventadas. Solo mis besos.

Así que me disfracé de hombre y me autodenominé Fernando Neocaballero* para poder vender mis versos. Qué estupor. Mis versos se vendían en el mercado negro y a mí no me llegaba ni para un chinchón.

¡Y yo que pensé que el Spleen en poesía, en narrativa y en ensayo, por ser cosa de siglos pasados, se cobraba caro! Y claro que caro se cobra, pero a nosotros no se nos paga bien, los maltrechos y cabizbajos autores. El Spleen nos pasa factura a todos, y más ahora en el siglo XXI.

De momento me he hecho amiga de un gato, que aunque no entiende mis versos, los escucha mientras está adormilado. La crisis nos ha hundido a todos. ¡Y los esplínicos siempre seremos los más maltratados!


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