20 agosto, 2009

Epístola de lo que nunca fue






Eres una consciencia que palpita, que se ilumina y oscurece, que respira, que maldice, que se enamora, que me recuerda, que bebió de mis ojos y que realmente para mí no existe.
Tampoco yo existo para ti.


Soy el rumor de una noche, del agua, de los árboles, arrancados a la orilla del río, que nunca conociste porque a tu llegada ya estaban muertos, aunque yo los amé desde mi niñez.



Perdida entre las hojas de un libro únicamente violado por mis pupilas, se haya nuestra historia escrita con humilde lápiz. Fue todo un acierto hacerlo con lápiz dada la situación. Nosotros nos borramos y nos escribimos en nuestras vidas a placer, qué mejor que el grafito en lugar de la tinta imborrable.



Nos conducimos, olvidándonos y recordándonos, cada uno por su senda, reparando con nostalgia alguna que otra noche en la memoria que tenemos y quizá, a veces, en la que perdimos y ahora abocamos al fracaso a cada instante.



Somos ecos de un pasado que nunca volverá.



¿Qué harás ahora? ¿Me condenarás a ser un ensueño, algo intangible y táctil al mismo tiempo, siendo una perfecta desconocida?



Conociéndonos bien, no nos conocemos de nada.



Y ahora yo no existo para ti. Tampoco tú existes para mí.



Quién sabe. Tal vez existimos brutalmente, inhumanamente, radicalmente. Existimos por aquel entonces demasiado, para poder seguir viviéndonos ahora.



Solo somos el ruido que rasga en la noche las horas de sueño y que revive la pesadilla de que, siendo, nunca seremos.




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