Cuando voy en el metro
muchas veces no puedo controlar esos símiles que hace mi cabeza al
viajar en el vagón. Observo a la gente, cada uno a lo suyo, viajar
en silencio para bajar apresuradamente en su parada o subir con
prisas mientras lanza miradas ansiosas al panel que anuncia las
estaciones por las que el tren va pasando. Unos van a trabajar, otros
vienen de vuelta, pero todos desfilan por los controles del metro con
su respectiva tarjetita. Todos luchando y considerándose afortunados
por tener un trabajo y poder llevar a casa un pedazo de pan. Y mi
mente relaciona metáforas que van desde un matadero hasta
situaciones parecidas en otras épocas. ¿Qué nos diferencia de
ello?
Una mujer abre un
periódico y comienza a leer las noticias que contiene. A esa mujer
le están diciendo qué pensar sobre ésto y aquello, la están
manipulando y ella no sólo lo consiente sino que lo busca
activamente. Dos estudiantes sentadas a mi izquierda visten de forma
tan similar que parecerían gemelas de no ser por el color del
cabello, diferente en cada una. Personas que luchan día a día por
mantener y cuidar este sistema, que se levantan temprano para
trabajar y dar varias horas de su tiempo a cambio de comida, que
vuelven a su casa y ponen el televisor y a eso lo llaman
“desconectar”. Y se me hace inevitable pensar en esas manos
negras que lo dirigen todo, esas manos negras que no conozco y que
están manejando los recursos de todos: sanitarios, educativos,
ambientales. Recuerdo esas voces que dicen en Europa que las personas
vivimos demasiado, que hay que recortar pensiones, recortar en
sanidad y recortar en educación. Que nos están matando y no nos
damos cuenta. Que si esto sigue así, las enfermedades e infecciones
camparán a sus anchas por las calles gracias a esa mano que
sutilmente, pero de forma inexorable, va segando a esas pobres gentes
los pocos derechos que le van quedando, incluído el derecho a vivir.
Sólo hay que pensar en los alimentos que tomamos, sin garantías de
calidad ninguna. Peor que el pienso de otros animales. Me oprime la
garganta el pensamiento de que el sufrimiento no le importa a nadie.
Que sólo somos los engranajes que hacen funcionar un reloj cuyas
manecillas ni siquiera alcanzamos a ver, siendo engranajes
prescindibles al fin y al cabo, y cuando nos rompamos sólo es
cuestión de sustituirnos por otra pieza. Porque somos muchos
inconscientes y por ello pueden hacerlo. Las manos negras pueden
permitirse el lujo de matarnos silenciosamente mientras nos dicen
cómo vestir y qué pensar, teniéndonos entretenidos como
animales en un matadero.
El barrio obrero donde
vivo no mejora mis pensamientos. Yo soy muy afortunada y sólo estoy
aquí de paso, pero para otras personas esto es su vida. Viven en ese
barrio de edificios de ladrillo sin pintar, de ventanas apelotonadas
todas juntas en los mismos lugares de la fachada para poder captar
algo de luz, rodeados de coches agolpados en unas calles de jardines
tan tristes como el futuro que esas personas poseen. Que mis vecinos
se levantan antes de las siete para trabajar, que vuelven a casa
mustios para comer en un hogar donde todos los sillones de la casa
están orientados al televisor siendo éste el máximo
entretenimiento, que cada día hay que limpiar, cocinar y recoger la
casa en la que viven, siendo los objetivos de su vida cada día los
mismos. Y piensan que son felices, que son afortunados porque tienen
unas pocas pertenencias y un trabajo al que dedican su vida y que los
consume cada vez más a cada jornada. Y no aspirarán a más, se
quedarán ahí, porque esa es su vida y ese es su barrio. Porque
trabajar es lo máximo a lo que aspiran, a pasar todos los días por
ese metro y dirigirse a sus puestos de trabajo como corderitos bien
amaestrados. Trabajar, descansar y volver a trabajar para mantener un
sistema que en el fondo ni siquiera les gusta, pero no se lo plantean
y continúan. Y algunos vivirán resignados, otros pensarán que
viven en la cumbre de aquello a lo que pueden aspirar y esto me mata
de impotencia. Me dan ganas de zarandear a un anónimo cualquiera y
decirle ¡despierta! Y saber que la situación no sólo no va a
cambiar, sino que va a ir a peor, aumenta el nudo de mi garganta.
Hacen con nosotros lo que
quieren, nos dicen cómo tenemos que vivir y nosotros obedecemos
sonrientes y nos dejamos convencer de que o esto es lo mejor, o
simplemente es lo que hay. Y me recorren esos escalofríos por la
espalda porque este es el peor de los mundos posibles, donde
escapamos como especie de la violencia del entorno natural para
aplicarnos la violencia social a nosotros mismos. A nuestra propia
especie y a las demás. Donde a falta de morirse de hambre nos
atrapan desde el miedo por la no supervivencia con trabajos absurdos
y objetivos idiotas, cambiando la jungla natural por otra artificial
que falsamente es más benigna.
La ciudad no se para por
la lluvia como durante la Prehistoria, no nos refugiamos todos en
torno al fuego de la cueva para disfrutar del espectáculo natural.
Seguimos trabajando y yendo a donde se supone que tenemos que ir,
porque tenemos una sanidad que nos cuida cuando nos ponemos enfermos
aunque cada vez quede un poco menos de ella. Porque seguiremos yendo
a trabajar bajo la lluvia aunque podamos ponernos enfermos y no tengamos
medicamentos para recobrar la salud. El hollín de las fábricas ya
no lo tenemos impreso en el rostro como hace unos siglos, porque no
hace falta. Basta con doblegar la voluntad de cada uno por la mañana
ante el despertador, con gastar nuestra más preciada posesión -que
es nuestro tiempo- en objetivos que nosotros nunca nos pondríamos,
en descuidar los vínculos afectivos del hogar para dedicarnos en
cuerpo y alma a un sistema donde unos cuantos viven sin
preocupaciones de ningún tipo y nosotros les permitimos que sea así.
Nos desvivimos por una oligarquía que nos escupe a la cara cada día
bajo la falsa ilusión de que somos libres y nos permiten hacer lo
que queremos. Que podemos comer, vestirnos y dormir bajo un techo
-cada día menos-, no como en los países pobres que un día explotó
nuestra nación bajo lemas de patriotismo.
¿Merece la pena una vida
como ésta? Tener un mundo maravilloso, un planeta lleno de belleza y
posibilidades para que el solo hecho de nacer sea una condena para la
mayoría de seres vivos. Aniquilar especies mientras la nuestra se
reproduce sin control destruyéndolo todo a su paso. Somos cada vez
más pero el reparto de riqueza sigue siendo el mismo, por lo que
cada vez tocamos a menos trozo de pastel por cabeza -salvo unos
pocos- y por ello se permiten precarizar nuestras vidas mientras el
nivel de la suya va aumentando.
Esos escalofríos
consiguen que quiera ponerme a gritar porque este sistema me tiene
atrapada. Porque quiero pegar un golpe en la mesa, huir a toda costa,
pero todo será en vano mientras haya millones que ignoran o permiten
que esto continúe así.
Yo no nací para esto.
1 comentario:
Me ha gustado mucho este artículo, una panorámica muy lograda de nuestra realidad, una realidad que me afecta de primera mano. Creo que coincido en casi todo lo que dices (lo de los alimentos me parece un poco exagerado, la ciencia hace lo que puede para garantizar nuestra salud). Tengamos esperanza. Esta situación no puede permanecer invariable, ya sabemos cómo las gasta la Historia.
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