Los recuerdos están presentes en nosotros a cada instante. Los llevamos dentro casi sin darnos cuenta. No nos percataríamos de su permanencia en nosotros, si no fuera porque ante un resquicio de tinta en un cuaderno de apuntes de algún compañero de clase, la estela de perfume que ha dejado la hija de la vecina del 5º en el ascensor, el título de un libro reencontrado en el desván, cubierto de polvo y de olvido... nos revelan las imágenes, los aromas, las texturas que quedaron arrinconados en algún lugar de la inconsciencia y que creíamos haber guardado bajo llave.
Y esto quedó patente hace unos días, como si el hado creyera que la verdad antes enunciada puede caer en el olvido, en mi olvido, sólo porque no prestemos atención al hecho en sí. Como si quisiera disuadir toda tentación de llegar tan solo a acariciar el pestillo que cierra la puerta de un jardín secreto, donde cada planta contiene más ponzoña que la anterior.
Y lo más absurdo... todo comenzó con un objeto tan frío y poco poético como una calculadora.
Me hallaba inmersa en un océano numérico.
Fórmulas, incrementos, sumatorios y porcentajes. Coeficientes de variación. Cascadas de variables e incógnitas cuya resolución sólo servía para plantear nuevas pesquisas que derivaban en nuevas preguntas.
Las matemáticas hablan de la vida. Y la vida siempre es la misma: una incógnita irresoluble.
Allí estaba yo, en búsqueda y captura de la calculadora que me ha salvado una y mil veces en exámenes de Física, Química, Mateméticas y Estadística. Y no sólo por el hecho de que haya resuelto las operaciones que le he planteado con éxito, sino porque la tapadera que cubre el teclado ha resultado siempre el lugar idóneo para escribir con lápiz las fórmulas que se estudiaban en cada tema cuando la fecha del examen se acercaba.
Las transcribía de forma casi mecánica, de modo tenue, para que sólo fueran visibles al trasluz. Después nunca las miraba, pero me resultaba de gran seguridad saber que las tenía ahí si, en plena realización de la prueba, el problema de turno empezaba a darme dolor de cabeza.
Conseguí localizarla al cabo de unos minutos, en un bolsillo de la mochila. La extraje con cariño y le quité la tapa cuidadosamente. Si en ese momento mi vista hubiera volado hasta la mirada del profesor, o si me hubiera detenido a volver a examinar el problema planteado en clase, o si uno de mis compañeros me hubiera llamado la atención, no hubiera fijado mis ojos en la dichosa tapadera, donde aún quedaban restos de fórmulas mal borradas con goma, y donde, aún, quedaba una fórmula intacta: los trazos de grafito que me provocaron una regresión al pasado, tan gélidos como sencillos, que crearon en mí una amalgama de emociones contradictorias: "pH + pOH =14".
Y como las fórmulas, pertenezcan a la ciencia que pertenezcan, siempre plantean preguntas, consiguió rescatar de mi memoria una incógnita, que si bien no tiene carácter químico como los índices de acidez y basicidad, tampoco tiene una respuesta tan sencilla como que su sumatorio es igual a catorce.
¿Qué hace que una persona desaparezca de la vida de otra, así, sin más, sin dar lugar a explicaciones completamente necesarias teniendo en cuenta que hasta ese momento, la relación era la adecuada?
La calculadora, la suya, la mía. El objeto de la calculadora en general y en concreto ha sido testigo muchas veces de las conversaciones que hemos mantenido. Solía pedirle la suya como sin querer, como si creyera que le suponía un esfuerzo enorme el dejármela en esas clases. O más bien, compartirla.
Porque si no la hubiéramos compartido, yo jamás se la habría pedido, ni hubiera simulado haberme dejado la mía en casa sólo por tener un pretexto con el que acercarme a él.
Era, (y es, no tengo noticias de su muerte hasta ahora), una persona tan poco accesible como yo. O incluso menos.
Qué decir, a parte de que se empeñaba en señalar que su nombre era azul y no beige o castaño como bien le decía yo.
"Perdona, pero mi nombre es azul".
Azul.
Un tono tan hermoso como frío. Distancia, lejanía... azul.
Ahora el azul me sabe a abandono, si digo la verdad.
Ya, de él, de la persona, sólo quedan recuerdos. Arrancó la flor de nuestra historia, obligándola a detener su crecimiento..., sí, es cierto, ¿pero acaso no le ha otorgado también la inmortalidad como efecto secundario? Tengo en mis manos una rosa helada, perfecta en su belleza y su nostalgia, impertérrita, incapaz de marchitarse con el paso del tiempo.
Tal es la maldición que me ha dejado.
Porque nunca sabré por qué huía.
Quizá huía de sí mismo. Quizá, de mí.
La inmortalidad del recuerdo es ahora el único presente en la amargura del abandono.
Las fórmulas conducen a preguntas. Las preguntas a otra cuestiones.
Y mi cuestión es cuántas heridas que doy por cerradas siguen sin cicatrizar, a la espera de un nuevo golpe, tan nimio y aparentemente inofensivo como un instrumento de cálculo, que las abra y haga sangrar...
... Tal vez tenía razón.
Quizá su nombre era azul.
2 comentarios:
Tal vez, fuera de aquella calculadora, no había nada más en común.
Tal vez la vida realmente sea así de cruel y uno no pueda saborear eternamente la compañía de otra persona.
Tal vez las cosas que un día os unió descubrieron que no eran suficiente para sostener la relación.
O tal vez, simplemente, la relación era adecuada, pero no magnífica.
Y algunos aún creen en el amor parasiemre.
¿Y acaso uno puede conformarse con alguno de esos "tal vez" ...?
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