En aquellos días
se forjaba el principio del final.
Tú lo dijiste;
yo, me limito a recordar.
No por cálidos
eran menos fríos;
días de un verano ya marchito,
una línea en el calendario
para que nada fuera igual.
No tengo derecho a resurgir de mis cenizas,
me dices, y me clavas tu bandera en el pecho,
me reclamas, como tierra virgen para tu patria
a la espera de que mi belleza se extinga,
o se convierta en vulgar.
Así es la vida,
tú eres sabio
y yo un alma cándida
que no sabe a dónde va.
Ya me conozco esa historia.
Ave fénix, niña soy.
Sujétame entre tus dedos,
pídeme que renuncie a la inmortalidad.
Luego te sorprendes si sigo mi camino.
¿Cómo te atreves?
Arden mis plumas mágicas
y me instan a volar.
Átame con cuerdas, cadenas, reténme,
no me dejes escapar.
Ahógame como al fuego, da igual,
me convertiré en humo
y me escabulliré por las rendijas.
Así es como te enseñaron a vivir la vida
a ti y a tres millones más,
y ahora te entretienes
ofreciéndome una cáscara vacía
a cambio de quedarme donde estás;
como si no te avergonzara recordarme,
como si no me hubieras perdido ya.
No lo sabes, pero en el fondo me desprecias.
Te horroriza verme correr junto a los lobos,
prenderme con el viento,
que mantenga las hojas que se enredan en mi pelo
creciendo durante la noche.
Así era, así soy
y mi pecado es serme fiel a mí misma;
como un camaleón, llámame egoísta.
Al final los hilos se deshilan
por una misma razón que se repite,
como en un teatro de títeres:
tú eres un coleccionista que acumula
oro y mugre de forma indistinta
y me pides que me deje dominar.
En cambio mis crines se ofrecen al cielo
y caigo y remonto, testaruda,
como una fiera más cuando elijo
un escarpado precipicio
por el que, si quiero, me puedo tirar.
Allí, hacia donde sea...
hacia donde no me puedas alcanzar.
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