26 octubre, 2012

Esos escalofríos


Cuando voy en el metro muchas veces no puedo controlar esos símiles que hace mi cabeza al viajar en el vagón. Observo a la gente, cada uno a lo suyo, viajar en silencio para bajar apresuradamente en su parada o subir con prisas mientras lanza miradas ansiosas al panel que anuncia las estaciones por las que el tren va pasando. Unos van a trabajar, otros vienen de vuelta, pero todos desfilan por los controles del metro con su respectiva tarjetita. Todos luchando y considerándose afortunados por tener un trabajo y poder llevar a casa un pedazo de pan. Y mi mente relaciona metáforas que van desde un matadero hasta situaciones parecidas en otras épocas. ¿Qué nos diferencia de ello?

Una mujer abre un periódico y comienza a leer las noticias que contiene. A esa mujer le están diciendo qué pensar sobre ésto y aquello, la están manipulando y ella no sólo lo consiente sino que lo busca activamente. Dos estudiantes sentadas a mi izquierda visten de forma tan similar que parecerían gemelas de no ser por el color del cabello, diferente en cada una. Personas que luchan día a día por mantener y cuidar este sistema, que se levantan temprano para trabajar y dar varias horas de su tiempo a cambio de comida, que vuelven a su casa y ponen el televisor y a eso lo llaman “desconectar”. Y se me hace inevitable pensar en esas manos negras que lo dirigen todo, esas manos negras que no conozco y que están manejando los recursos de todos: sanitarios, educativos, ambientales. Recuerdo esas voces que dicen en Europa que las personas vivimos demasiado, que hay que recortar pensiones, recortar en sanidad y recortar en educación. Que nos están matando y no nos damos cuenta. Que si esto sigue así, las enfermedades e infecciones camparán a sus anchas por las calles gracias a esa mano que sutilmente, pero de forma inexorable, va segando a esas pobres gentes los pocos derechos que le van quedando, incluído el derecho a vivir. Sólo hay que pensar en los alimentos que tomamos, sin garantías de calidad ninguna. Peor que el pienso de otros animales. Me oprime la garganta el pensamiento de que el sufrimiento no le importa a nadie. Que sólo somos los engranajes que hacen funcionar un reloj cuyas manecillas ni siquiera alcanzamos a ver, siendo engranajes prescindibles al fin y al cabo, y cuando nos rompamos sólo es cuestión de sustituirnos por otra pieza. Porque somos muchos inconscientes y por ello pueden hacerlo. Las manos negras pueden permitirse el lujo de matarnos silenciosamente mientras nos dicen cómo vestir y qué pensar, teniéndonos entretenidos como animales en un matadero.

El barrio obrero donde vivo no mejora mis pensamientos. Yo soy muy afortunada y sólo estoy aquí de paso, pero para otras personas esto es su vida. Viven en ese barrio de edificios de ladrillo sin pintar, de ventanas apelotonadas todas juntas en los mismos lugares de la fachada para poder captar algo de luz, rodeados de coches agolpados en unas calles de jardines tan tristes como el futuro que esas personas poseen. Que mis vecinos se levantan antes de las siete para trabajar, que vuelven a casa mustios para comer en un hogar donde todos los sillones de la casa están orientados al televisor siendo éste el máximo entretenimiento, que cada día hay que limpiar, cocinar y recoger la casa en la que viven, siendo los objetivos de su vida cada día los mismos. Y piensan que son felices, que son afortunados porque tienen unas pocas pertenencias y un trabajo al que dedican su vida y que los consume cada vez más a cada jornada. Y no aspirarán a más, se quedarán ahí, porque esa es su vida y ese es su barrio. Porque trabajar es lo máximo a lo que aspiran, a pasar todos los días por ese metro y dirigirse a sus puestos de trabajo como corderitos bien amaestrados. Trabajar, descansar y volver a trabajar para mantener un sistema que en el fondo ni siquiera les gusta, pero no se lo plantean y continúan. Y algunos vivirán resignados, otros pensarán que viven en la cumbre de aquello a lo que pueden aspirar y esto me mata de impotencia. Me dan ganas de zarandear a un anónimo cualquiera y decirle ¡despierta! Y saber que la situación no sólo no va a cambiar, sino que va a ir a peor, aumenta el nudo de mi garganta.

Hacen con nosotros lo que quieren, nos dicen cómo tenemos que vivir y nosotros obedecemos sonrientes y nos dejamos convencer de que o esto es lo mejor, o simplemente es lo que hay. Y me recorren esos escalofríos por la espalda porque este es el peor de los mundos posibles, donde escapamos como especie de la violencia del entorno natural para aplicarnos la violencia social a nosotros mismos. A nuestra propia especie y a las demás. Donde a falta de morirse de hambre nos atrapan desde el miedo por la no supervivencia con trabajos absurdos y objetivos idiotas, cambiando la jungla natural por otra artificial que falsamente es más benigna.

La ciudad no se para por la lluvia como durante la Prehistoria, no nos refugiamos todos en torno al fuego de la cueva para disfrutar del espectáculo natural. Seguimos trabajando y yendo a donde se supone que tenemos que ir, porque tenemos una sanidad que nos cuida cuando nos ponemos enfermos aunque cada vez quede un poco menos de ella. Porque seguiremos yendo a trabajar bajo la lluvia aunque podamos ponernos enfermos y no tengamos medicamentos para recobrar la salud. El hollín de las fábricas ya no lo tenemos impreso en el rostro como hace unos siglos, porque no hace falta. Basta con doblegar la voluntad de cada uno por la mañana ante el despertador, con gastar nuestra más preciada posesión -que es nuestro tiempo- en objetivos que nosotros nunca nos pondríamos, en descuidar los vínculos afectivos del hogar para dedicarnos en cuerpo y alma a un sistema donde unos cuantos viven sin preocupaciones de ningún tipo y nosotros les permitimos que sea así. Nos desvivimos por una oligarquía que nos escupe a la cara cada día bajo la falsa ilusión de que somos libres y nos permiten hacer lo que queremos. Que podemos comer, vestirnos y dormir bajo un techo -cada día menos-, no como en los países pobres que un día explotó nuestra nación bajo lemas de patriotismo.

¿Merece la pena una vida como ésta? Tener un mundo maravilloso, un planeta lleno de belleza y posibilidades para que el solo hecho de nacer sea una condena para la mayoría de seres vivos. Aniquilar especies mientras la nuestra se reproduce sin control destruyéndolo todo a su paso. Somos cada vez más pero el reparto de riqueza sigue siendo el mismo, por lo que cada vez tocamos a menos trozo de pastel por cabeza -salvo unos pocos- y por ello se permiten precarizar nuestras vidas mientras el nivel de la suya va aumentando.

Esos escalofríos consiguen que quiera ponerme a gritar porque este sistema me tiene atrapada. Porque quiero pegar un golpe en la mesa, huir a toda costa, pero todo será en vano mientras haya millones que ignoran o permiten que esto continúe así.

Yo no nací para esto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho este artículo, una panorámica muy lograda de nuestra realidad, una realidad que me afecta de primera mano. Creo que coincido en casi todo lo que dices (lo de los alimentos me parece un poco exagerado, la ciencia hace lo que puede para garantizar nuestra salud). Tengamos esperanza. Esta situación no puede permanecer invariable, ya sabemos cómo las gasta la Historia.