15 septiembre, 2009

La mujer del silencio

Él era mi salvador.


Su olor, su mirada esmeralda, su torso hercúleo, sus rizos cayendo en cascada por la espalda.



Siempre quise hablar de su sonrisa, pero permanecía inexistente durante semanas, hasta que por fin, se asomaba vergonzosa a sus labios, para desaparecer durante un tiempo indefinido.


Todas mis esperanzas estaban puestas en él. Sabía que era injusta, que no tenía ningún derecho a responsabilizar a nadie de mi felicidad, pero me protegía a sabiendas de que era una injusticia compartida: nos repartíamos entre los dos el peso de los días, como una losa que se arrastra oprimiendo las ganas de vivir a favor de un instinto primario básico: la sed de la existencia.



Me aferré a él, ¡tanto me aterraba el mundo! Con ansia, con ganas, con desesperación. Cualquiera que supiera esto pensaría que sentía pasiones desbordadas por él, que me asfixiaba al no pasarnos el cigarrillo vital que es el oxígeno dentro de una misma habitación, que me perdía en sus ojos, incapaz de encontrarme.



Sabía que debía sentirme febril por él, que así mi naturaleza lo dictaba, pero era incapaz de mirarle con deseo, a pesar de parecerme una divinidad cincelada a la perfección al más mínimo detalle.



Pensé que sería mi refugio, mi Valhalla, pero acabó convirtiéndose en mi Infierno personificado.



Aquella mirada tan bella y gris que destilaba ¡cuánto reproche, cuánta rabia reflejaron por mi causa! Ni una sola vez acertó a mirarme con dulzura. No podía, no hubiera sabido, no era culpa suya. ¿O quizá la culpa era mía? No podía saberlo a ciencia cierta, realmente él era incapaz de mirar al mundo con unos ojos más benévolos y yo… yo para entonces había perdido mi inocencia, mi sonrisa cándida de niña, mi confianza ciega en los cuentos de hadas.



Éramos una nube y una piedra que se enfrentaban. ¿Y acaso el algodón pudo alguna vez vencer al cuarzo que lo desgarraba?



Yo lloraba cada noche, si bien no por fuera, me ahogaba por dentro. Él no sabía calmar mis lágrimas. Solía pensar que estaba hecho de latón: frío, mudable, fácilmente oxidable ante los sueños que en él reposaban, a mi cuenta.



Le quería, ¡cuánto sabían las estrellas lo que le amaba! Pero sabía bien que no amaba a un hombre, amaba a un niño. Me equivoqué ¡lo siento tanto! Pero si de algo no me arrepiento es de esos momentos fugaces, que ya apenas recuerdo, en que una sonrisa rompía su monotonía y una energía destelleante le alumbraba el semblante. No cambiaría esos instantes en los que conseguía que estuviera en armonía con el universo, ajeno al dolor, al sufrimiento, a la amargura del ser humano.



Odiaba que me pusiera a escribir. Suscitaba el papel su envidia y sus celos. ¿Qué tenía que contarle? Y él enmudecía airado mientras yo me perdía en un laberinto de palabras, sin inmutarme, entregándome –ahora sí- por entero a mi arte, a mis letras con lujuria y ardor desenfrenado. Jamás pudo entender un solo verso de todos los que escribí. Claro que no los comprendía, jamás le hubiera dejado que me conociera tan a fondo. Yo no estaba preparada para tener un niño y él no estaba preparado para mis versos. Le hubieran herido demasiado hondo.


Cuando nos despedíamos, lo hacíamos con miedo. Sabía, sin embargo, que él estaba más aterrado que yo ante la idea de perderme, aunque jamás lo manifestó en un comienzo. A mí solo se me hubiera caído el ídolo que conscientemente había levantado para mí, sabiendo que era una patraña más de tantas, un sueño más de tantos, una –y saboreo la palabra- mentira más de tantas. En cambio, a él se le destrozaba el mundo, tal era la necesidad que tenía de mí.


Nunca he vuelto a ser tan cínica como entonces. Nunca he vuelto a perseguir el hacer daño a la inconsciencia de alguien con tanto anhelo. Le acuchillé todo lo que pude antes de que terminara de caer al suelo.



Y después, ni siquiera le lloré a su cadáver.



¿Fui cruel? Fui inhumana –o acaso hay algo tan humano como la crueldad-.



Qué más da.



Se pudrieron en su tumba las flores, y no volví a mirar una foto suya con cariño.



Muerto, muerto estás para mí, más que muerto y enterrado.



Si acaso cuando asome la sombra del recuerdo pueda decir que al menos un sepulcro digno preparé para ti.



Incorporado a mi ser quedas, sin cicatrices ni esperanzas. Libre, completamente libre, al fin.


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