Al ser hija de quién soy, visitar la planta de psiquiatría de un ambulatorio es una mera anécdota que se viene repitiendo en mi vida desde los once años. Sin embargo, el que anualmente esto ocurra en dos, tres ocasiones, me sigue llamando la atención. De hecho, ahora más, debido a lo que estoy estudiando.
Entrar en la planta de psiquiatría como Pedro por su casa no es moco de pavo. Al principio me daba miedo. Yo iba a ver a mi madre por cualquier motivo y la planta de psiquiatría suelen ponerla siempre en el piso más alto. Esto a mí siempre me ha hecho mucha gracia, porque suelo pensar que a un loco se le puede ir la cabeza, coger el hacha de incendios, e ir cómodamente asesinando personas planta por planta desde la quinta hasta el sótano. Sin despeinarse.
Y es que a los pacientes de psiquiatría se los quiere bien lejos, donde no molesten, para que no alteren al resto de pacientes no psiquiátricos y se líe la mundial. Y claro, como no es ético meterlos a todos en un sótano para que no los vea nadie, los ponen allí arriba, en lo más alto para poder contenerlos mejor. Además suelen ponerlos con los pacientes de neurología, la mayoría de ellos personas ancianas, que están tan hechos polvo que poco les importa que cualquier colgado se ponga a pegar gritos o se altere.
Cuando era más joven, desfilaba por el pasillo con mucha atención, mirando las caras de los pacientes y tratando de averiguar si había alguno peligroso al que no debía de acercarme. La mayoría de sus miradas eran tristes o estaban como perdidas. También he visto miradas coléricas, miradas cargadas de dudas y miradas llenas de electricidad. Yo me sentaba en la primera silla que veía más apartada y allí me hacía un ovillo, siempre soportando sus miradas llenas de curiosidad. Me imagino que chocaba ver a una chica tan joven allí metida que a los pocos minutos desaparecía escaleras abajo con la psiquiatra.
Luego mi experiencia cambió con el tiempo. Ya no me daban miedo, si acaso me inspiraban tanta curiosidad como yo a ellos. Seguía quedándome apartada, pero esta vez los miraba con atención, tratando de averiguar qué podrían tener: ése tiene pinta de haberle dado a las drogas, ésa de ahí sufre un transtorno nervioso de algún tipo, ese pobre tiene una depresión de caballo, ésa es una maníaca... Hasta el punto de que, a día de hoy, me reto a mí misma para ver qué puedo identificar. Me doy cuenta de que después de cuatro años entre libros de carrera me he academizado demasiado y ahora tengo idealizado al paciente esquizofrénico, al que sufre alzheimer, al enfermo crónico de insomnio... De modo que el visitar una planta de psiquiatría hoy me ha ayudado a darme cuenta de que tengo que volver a tomar terreno. La psicología está ahí fuera, no en los libros.
Para empezar, esta mañana me senté apartada apartadísima de los demás, junto a un cartel que ponía "sin salida" (me gusta ser protagonista de estas pequeñas escenas excéntricas que aparecen de pronto, en mitad de la normalidad).
Identifiqué un claro caso de autismo, que es con el transtorno con el que más experiencia tengo a día de hoy, de un chico que bajó en el ascensor y a los pocos minutos volvió a subir en el mismo. Un autista al que le gustan los ascensores. Los autistas tienen un sentido del humor muy particular. También vi llegar a dos mujeres monísimas de la muerte, de esas que votan al PP, que me preguntaron que qué planta era aquella, así que puse mi mejor cara de loca (decir que yo tenía una pinta horrible, con ojeras, despeinada y sin café) y les dije con un deje ansioso: Es la planta de psiquiatría, con lo cual dieron media vuelta y bajaron las escaleras sin darme las gracias, haciendo resonar sus tacones con cierta prisa. Me reí interiormente. Después una señora que venía con la hermana y la sobrina se puso a gritar como una posesa que a ella el psiquiatra le tenía que dar el tratamiento, que estaba muy alterada y que iba a hablar con no sé quién. La hermana trataba de contenerla y la mujer cada vez gritaba más. Estuve a punto de intervenir, pero afortunadamente terminó tranquilizándose.
Luego, una mujer con su hijo también autista, bajando las escaleras. Y pacientes de neurología a montones, esta vez no tan mayores como otros que he visto, que estaban un poco escandalizados por el numerito de la mujer, la hermana y la sobrina.
Finalmente salió mi madre y yo la seguí muy discretamente, porque no me gusta que sepan que soy su hija.
Mis pruebas clínicas siempre tienen escrito lo de Dpto. de salud mental -por aquello de que las pruebas me las hacen más mis padres que mi médico de cabecera- lo que me hace pensar que si eso se queda registrado en mi historial de alguna forma, cuando tenga que ir alguna vez a un hospital a lo mejor se extrañan al ver que soy una paciente crónica de salud mental desde bien pequeña.
Si es que ser hija de quien soy, a veces es un lastre. Ya me pasaba en el patio del colegio:
-¿En qué trabajan tus padres?
-Pues mi madre es enfermera y mi padre cocinero.
-¿Y los tuyos, Andrés?
-Mi madre es profesora y mi padre taxista.
-Taxista, hala qué guay.
-Pues mis padres son los dos arquitectos.
-¡Anda, como mi tía!
Y me llegaba el temido turno...
-¿Y tus padres?
(Voz casi inaudible)
-Pss... Psiquiatras.
-¿Psiquiatras? ¿Eso qué es?
-Esos... ¿esos no son los que encierran a los locos?
-Mmm...
-¡Como en La Bella y la Bestia, que el loquero quiere encerrar al padre de Bella!
-¡Qué miedo! A mí esa escena me hacía llorar de pequeña... Tenía unas pesadillas por las noches...
Y aquí se hacía un silencio sepulcral, y luego se cambiaba de tema.
...mis padres me deben muchos amigos.
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