28 febrero, 2010

El metro de Madrid



Madrid, ciudad de prisas, ciudad sin rostro, ciudad de eternas vacilaciones pasajeras y mundanas. La inmensa, inmensa Madrid, para perderse en ella y no encontrarse. Madrid, ciudad maldita a la que jamás dedicaré un poema.

En esa Madrid cercana para todos a la vez que lejana para los que amamos la inocencia de las zonas rurales, viajé bajo tierra, menos mal, sin verle la cara a esa Madrid ruidosa, ahumada y completamente gris.

Y en el metro, ese tren destartalado y con olor a máquina pura, me encontré encerrada con miles de ojos que me observaban curiosos.

Una pareja insoportable compartía sus labios. Pero la chica era de las que utilizan perfume de vainilla y usan gomina para enderezar sus desastrosos rizos, y el chico parecía ser el poseedor del histrionismo más grande del vagón, con una melena rubia ondulada de modelo sueco que bien podía acompañar armoniosamente a su carita de actor de cine. Pero su voz era terriblemente antimasculina y rezumaba frivolidad por todas partes. Seguramente había debutado durante su infancia posando para los anuncios de Nenuco y Johnson's Baby. Me alegró mucho cuando la parejita se separó y se marchó del tren. Tanta luminosidad aparente escondía dos enormes vacíos dentro de ellos. Solo eran autómatas llenos de colores imperfectamente perfectos.

Y esa niña... esa niña que se sentaba junto al que se asemejaba a un antiguo amor. Esa niña de diez o doce años que, al lado de su madre, apoyaba la cabeza en su regazo. Estaba peligrosamente metamorfoseándose hacia la adolescencia, pero no por su cuerpo, aún inmaduro y sin formas, sino por ese bolso que pendía de su brazo y sus uñas pintadas de un rojo peligroso. Me hubiera gustado hablar con su madre y decirle que su hija estaba caminando por el filo del abismo, que aún era una niña, que dejara que lo fuera y que no le pusiera fácil aparentar ser una mujer. Se lo decía una adolescente a la que no habían dejado ser niña.

Y me giré y vi a una pareja de afroamericanos charlando y bromeando. Sus risas rasgaban el lúgubre aire del tren y los sumergía en una burbuja naranja. Llenos de vida, aquellos treintañeros parecían vivir la vida teniéndose el uno al otro por cómo se miraban y se sonreían, por cómo él apoyaba su mano en la rodilla de ella y ella inclinaba la cabeza hacia él. La unión perfecta a la que todos éramos ajenos. Y cuando abandonaron su asiento, la alegría del vagón se fue con ellos dejándonos al resto de viajeros con nuestro día nublado, a solas, en nuestras mentes nubladas.


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