01 febrero, 2010

Córdoba, por Castilla del Pino





En el expreso de Algeciras,
llegué por primera vez a la estación de Córdoba.
No tuve que apresurarme a recoger mis cosas.
Entraba sin saberlo en el reino de la no-prisa.
Allí donde, ante todo, según decían, los hombres no somos escopetas.


Y me interné en la ciudad.
Estaba tan inusitadamente deshabitada que me sobrecogió.
Y además, el silencio.
Córdoba impenetrable.


Como decían unos versos:


"El silencio es un muro,
denso muro que ahoga cualquier grito
o agonía de una vez.
No contesta,
o pone solo su macizo perfil invisible,
más fuerte que el hierro,
y más que él, impenetrable."


Ricardo Molina la describía así:


"Calle de los moriscos, ebria de copas,
de crepúsculos. Calles para parecer solo,
casi monacalmente atento y distraído.
Distante de los hombres, absorto en cualquier cosa,
de sí mismo olvidado, fuera ya de uno mismo."


Me detuve ante sus casas, cerradas, también impenetrables.
Tomé conciencia de que era una ciudad ensimismada,
de espaldas al presente, donde podría crear un hábitat
más para el pensamiento que para la acción.
Una ciudad ensimismada y también ensimismante.


Una Córdoba con miedo a su propia libertad,
celosa de sus referencias de siempre,
la Córdoba inmóvil y orgullosa de su inmovilismo.
Desconfiada del nuevo y del forastero,
de mirada oblicua y sesgada para lo que pudiera,
aunque remotamente, remover sus aguas irrizantemente quietas.
Una Córdoba en la que todo está bien como está.




Una descripción muy acertada de la ciudad y del carácter de sus habitantes.
Vivir en Córdoba deja una huella en la forma de ser de quien la vive, si se la sabe escuchar.

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