28 febrero, 2010

El despertar

Las ocho de la mañana, la hora más cruel que ha existido nunca. Despertar y verte tirada en una habitación de hotel, sola, con la cabeza embotada como si te hubieras pasado la noche bebiendo pero no en vela. En realidad mi despertar es bastante idílico, es como siempre me ha gustado despertar en los hoteles: sola, con la sensación de no recordar nada de ayer, y si es posible, con alguna botella de licor cerca y semivacía. No tengo la suerte de tener ahora tal botella. Como mucho tengo el minibar, el cual ni me he molestado en mirar. Tampoco hay ningún hombre en el marco de la ventana con la mirada perdida en las calles, y no acabo de echar el polvo más triste del mundo como en mi relato Suomen Tasavalta de Septiembre. Qué perdida de tiempo...
Una ducha fría me vendría bien. Vestirme como la señorita que no soy y pasear entre las gentes de mi pueblo. Me siento identificada con los que son como yo, norteños. Siempre he pensado que si vivo en el sur y me desenvuelvo bien, es porque me gusta ir contra natura. Sea como sea mi vuelta a esta ciudad, donde el frío es la primera bienvenida que recibes, nunca me siento de más en un lugar donde la gente es educada, viste bien y tienen deliciosas cervezas esperándote en la barra del bar.
Hoy o mañana pretendo conquistar el Hard Rock Café que ya me enamoró la primera vez que vine aquí. Esos son mis ambientes, esos son los lugares donde camuflarme con el medio y donde puedo pasar a ser la rubia de la barra que habla inglés con acento latino y que disfruta de su cerveza sin que ningún otro la moleste, un elemento exótico más del pub. Y si algún hombre atrevido decide intentar rasgar el halo de silencio que me envuelve, solo tendré que hacerme la sueca. O la española, por qué no.

Buenos días. Buenos días, Munich.


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