09 julio, 2010

El titiritero


Fausto era un titiritero que vivía en el sur de la Selva Negra. Tenía una colección de marionetas tan vasta, que no había maestro de su profesión que no se la envidiara. La calidad de sus muñecos era excelente, siendo muchos de ellos fabricados artesanalmente por Fausto. La colección contaba con trescientas cuarenta marionetas, de las cuales solo treinta y seis habían sido encargadas por Fausto a otros maestros titiriteros.

Fausto siempre añadía alguna característica a sus obras que hacían que se distinguiesen de las de cualquier otro artesano. Por ejemplo, sus príncipes no tenían corona. Eran todos mendigos o exiliados. Las brujas no eran mujeres desprovistas de juventud y belleza, sino que su magnificencia eclipsaba la de cualquier princesa de madera. Los niños-marioneta mostraban una cara cruel, burlesca; según la opinión de Fausto, la verdadera cara de la infancia. También era el primer titiritero que contaba con una legión de prostitutas cojas, dispuestas a acostarse con cualquier capitán de la marina que les pagara unas pocas monedas por ello. Además, había construido un magnífico barco que solían ocupar sus marionetas pirata, cuya nobleza hacía sonrojar a cualquier caballero de brillante armadura.

Sin embargo su obra maestra era Lady Clock, una hidalga caída en desgracia. Tenía mechones de pelo azules, verdes, amarillos, negros, rojos y violetas. Su vestido era de encaje blanco y tenía una capa dorada, cuya capucha la protegía de las inclemencias del tiempo. Lady Clock tenía tal nombre porque había sido hecha a partir de un reloj de cuco que el padre de Fausto había decidido arrojar al fuego. De hecho, parte de la cara de Lady Clock estaba quemada. Para recordar este trágico pasado, Fausto había añadido a Lady Clock unos espléndidos ojos de cristal de color naranja, que brillaban con fuerza a la luz del fuego.

Cuando Fausto la terminó, se enamoró perdidamente de ella y prometió que nunca se casaría a menos que encontrara una mujer que fuera su viva imagen. Por supuesto, esto nunca ocurrió. La mente de Fausto era demasiado extravagante como para comprender la normalidad del mundo, sus leyes físicas, sus mareas lunares y el paso impertérrito de las estaciones.

En la primavera de 1854, Fausto celebró su sesenta cumpleaños. Ya era un anciano canoso desprovisto de fuerzas y energía. Ese año no realizó su gira anual de teatro por órdenes de su médico personal, que preveía que su sistema inmunitario no aguantaría el invierno de Escandinavia o el calor de Grecia en verano. Fausto maldijo la opinión del médico. Él adoraba viajar, presentar sus nuevos personajes en otras ciudades, crear historias imposibles, conocer gente de diversos países y trabar amistad con el primer desgraciado que viera por las calles de cualquier centro urbano. Estaba cansado de la soledad, del silencio del bosque, del susurro de los abetos, de las noticias de Alemania, de Francia, de la política en general. Él solo quería contar historias, dar vida a los que para él, eran sus hijos, sus criaturas. Quería que el mundo viera a Lady Clock suspirar bajo la luna, llorar por amores perdidos, escribir cartas que nunca recibirían respuesta, hablar con lobos, domesticar gaviotas y beber vodka a la salud de su creador. Quería pasear con ella por París, ver el norte mágico de España; tal vez, ir a América. Llevarla al parque, besar sus cabellos, dormir con ella cada noche en una cama distinta. Quería que el mundo viera su propia desgracia, a él, un pobre viejo de sesenta años que no había conocido mujer y que estaba enamorado hasta la médula de un trozo de madera que cobraba vida en sus manos.

Una noche, mientras paladeaba la deliciosa tarta que había preparado para sí, Fausto escuchó un ruido que provenía del bosque. Se levantó con brusquedad, alertado; en sus cuarenta años viviendo en aquella cabaña, jamás había escuchado a los abetos chirriar de esa forma. El sonido se hizo más fuerte. Él, asustado, corrió escaleras arriba, hacia su dormitorio, donde guardaba el hacha con el que el antiguo dueño de la vivienda talaba árboles. Sin embargo, la mala suerte quiso que tropezara en su rápida ascensión y rodara escaleras abajo, golpeándose varias veces la cabeza, resultando inconsciente en el suelo de la cabaña.

Fausto entonces tuvo un sueño. Soñó que Lady Clock estaba viva. Los dos paseaban por París, daban de comer a las palomas en los parques de Oviedo, recogían frutas de la Selva Negra, domesticaban gaviotas en el Mediterráneo y se amaban cada noche en una cama distinta.

Fausto murió minutos después con Lady Clock en los brazos.

Nunca se supo cómo, pero Lady Clock entonces cobró vida. Sus ojos naranjas de gato refulgieron a la tenue luz de la chimenea de la cabaña, que comenzaba a extinguirse. La madera se volvió carne; la savia muerta se convirtió en sangre.

Lady Clock cortó las cuerdas de sus brazos, de sus piernas, de su cabeza. Acarició el cuerpo sin vida de Fausto y lo besó. Cortó algunos de sus blancos cabellos y se los guardó en el bolsillo a modo de reliquia. Se levantó y arrastró el cuerpo de su creador hacia el exterior. Una vez allí, le puso las mejores ropas que encontró en su ajado armario y cavó una zanja para él. Una vez terminada, lo enterró con todos los honores que pudo otorgarle.

Lady Clock viviría muchos años en aquella cabaña, pensando en todos los momentos que Fausto le había dedicado desde su nacimiento, en todos los sentimientos que Fausto le había profesado hasta el mismo día de su muerte.

A veces lloraba sabiéndose su asesina, sabiendo que si ella no hubiera aceptado la chispa de vida que Fausto le había ofrecido, él seguiría vivo. Y sin embargo, también se sentía feliz por haber podido conocer cómo era besarlo, cómo era sentir el calor de su cuerpo. Finalmente, comprendió que Fausto le había ofrecido aquel último regalo por amor y ella no había hecho ningún mal en aceptarlo.

Al fin y al cabo, como el propio epitafio de Fausto decía: “Todas las criaturas sobreviven a su creador”.


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