Cuando tenía 17 años, en clase de Inglés, no recuerdo qué fue lo que respondí –seguramente lo que pensaba con toda sinceridad- a una pregunta más o menos trivial que formuló mi profesor, a lo que él me replicó de forma despectiva que lo que había dicho no era políticamente correcto –he de añadir que ese profesor me odiaba porque, digamos, fui poco discreta al comentar con una compañera de clase que su método didáctico lo convertía en un auténtico incompetente; y me imagino que me guardaba rencor en cierta forma, ya que no podía descargarse contra mí en lo académico, al ser mi trabajo en clase impecable-.
Siempre había luchado por ser más o menos políticamente correcta. Sobretodo en ciertos ambientes. Siempre me pareció la opción más inteligente y era algo que siempre se me había atribuido. No me imaginaba por qué había sido políticamente incorrecta con el tacto que tengo para decir las cosas y, desgraciadamente, no recuerdo mi comentario, por lo que no puedo juzgarlo ahora.
Me chocó de tal forma lo que me había dicho, que me puse a reflexionar inmediatamente sobre si yo era o no políticamente incorrecta en cuanto a lo que decía –maldiciendo entre dientes al profesor por no haberme explicado la razón de sus palabras… aunque he llegado a la conclusión de que simplemente a él le tocaba los huevos el hecho de que fuera una cría y ya pusiera los puntos sobre las íes, por lo que para él, era políticamente incorrecta o, directamente, incorrecta… e incorregible-.
A mí siempre me ha gustado ser diplomática. Es decir, me gusta conseguir las cosas por las buenas antes que por las malas. Me gusta utilizar la sutileza en la elección de mis palabras. Me gusta la negociación. El debate. Los acuerdos. Los desacuerdos. Sin embargo, estaba claro que si era políticamente incorrecta, mi diplomacia no llegaba a los requisitos mínimos.
Crecí un poco más. Descubrí que el mundo no solía ser políticamente correcto. Que lo políticamente correcto era una patraña. Que lo políticamente correcto tenía más de hipocresía que de corrección. Y acepté ser políticamente incorrecta. Acepté decir lo que pensaba. Y esto siempre revestía más o menos cortesía dependiendo de la persona a la que respondiera.
A pesar de que tengo todo este blog en mi contra, no suelo tirarme a la yugular de alguien que piense diferente a mí a la primera de cambio. Me gusta discutir con corrección, se podría decir –aunque también tengo mis días, como todos… y suelo decir tacos, muchos, muchísimos tacos... colocados con gracia, eso sí-.
Pero hay opiniones y opiniones (ayer me pasé media hora en Facebook denunciando páginas y grupos que atacaban la homosexualidad). Y hay formas y formas de actuar. Y hay cosas intolerables. Absolutamente intolerables. Desde el punto de vista del sentido común, de la lógica, de la naturaleza, de la psicología, de la ciencia, de los derechos humanos. Hay cosas que son realmente abominables. Y hay cosas que me pueden. Y ante eso, no me puedo contener.
Creo que la tolerancia hay que practicarla ante lo diferente, siempre que “lo diferente” no atente contra la dignidad e integridad del ser humano. Pero que no os engañen. Ciertas dosis de intolerancia extrema siempre serán buenas, razonables y justificables ante ciertos aspectos (siempre que no se llegue a las manos). Esto es algo de lo que me terminó de convencer Richard Dawkins. Muchas, muchas gracias.
Y hay ciertos aspectos sobre los cuales, ciertamente, soy muy intolerante. Soy muy intolerante con la religión, con cualquiera. Soy muy intolerante con el sexismo. Con el racismo. Con el nacionalismo. En general, soy muy intolerante hacia las actitudes de división de la humanidad que se agarran a estúpidos pretextos para apartar al otro y creerse superior. Por lo que, generalizando al máximo, soy intolerante con la estupidez. La única frase que he leído que merece la pena de Fernando Savater –y me imagino que no es suya; siendo él además, el primer imbécil- es que “tenemos la obligación de no ser imbéciles”.
Creo que el respeto no se gana. El respeto hacia el otro es algo que se ha de tener y que, si acaso, se puede perder. El desconocimiento no es motivo para dejar de respetar.
Y hablando de respeto, una de las cosas que se me enseñaron de pequeña fue “respetar a mis mayores” –esto va, por supuesto, porque mi profesor era alguien “mayor” a quien debía respetar-. Esto contenía implícito, por supuesto, el respetar a tus mayores aunque tus mayores hicieran una barbaridad.
Esta es otra de las cosas que me ha enseñado la vida: A los mayores –como a cualquier otra persona- hay que respetarlos, de primeras. Pero con la cantidad de “mayores” hijos de puta que hay sueltos por el mundo, la norma se convierte en inútil. Se dice que la edad es un grado. Lo que no dice el refrán es de qué es el grado. Y los hay que tienen grado en hijoputismo y otros que tienen un grado en estupidez. El mayor no es necesariamente más listo, más capaz, más hábil. Si acaso, más experimentado. Pero cuántas veces la experiencia se trunca y se convierte en bilis.
Tal vez esto es lo que falla, en parte, en la Educación de nuestro país. Que “los mayores” se han querido rodear de una aureola de sabiduría de la que no disponen. Y los menos mayores nos damos cuenta de ello. Se habla mucho de los jóvenes que no respetan a sus mayores en las aulas –lo cual es un atropello y desestabiliza el sistema de valores, se mire desde donde se mire y más aún si la falta de respeto conlleva una agresión física o verbal- y en la mayor parte de los casos encontramos a un puñado de nenacos energúmenos que se creen muy listos y que son unos tiranos insufribles… lo cual no quita los errores del otro bando. El de los profesores. Miren a nuestros profesores. Los hay que cometen faltas de ortografía. Los hay que no saben expresarse. Los hay que no tienen ni puta idea de cómo enseñar. Vemos que los nenacos insufribles y tiranos ignorantes de otros tiempos, son ahora profesores. ¿Ustedes ven las asignaturas y la calidad de los planes de estudio de Magisterio? ¿Cómo vamos a poner a semejantes individuos al frente de nuestras escuelas y decir que eso se debe respetar?
He desvariado mucho, lo sé. Pero ¿acaso la corrección política no debería ser un factor más en la educación? –que no la crítica pobre, la hipocresía y las puñaladas por la espalda-.
1 comentario:
Buenas,
Es que ya se sabe que subirse a las barbas de los mayores trae consigo el menosprecio y/o menoscabo de de estos últimos para con uno. Soberbia en este caso.
De todas formas hiciste bien y lo (correcto);Esas actitudes son aplaudibles en la mayoría de los casos, por intrepidas e inteligentes.
Saludos nocturnos
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