Iba caminando con un paraguas que no era el suyo y con un libro fuertemente agarrado en la mano derecha. Posaba los pies en el suelo con decisión y de forma rítmica, como si no tuviera miedo a nada de lo que existía a su alrededor. Sus viejas botas hacían un curioso y agradable ruido al contacto con la grava húmeda y el asfalto. Llevaba el abrigo azul marino desabrochado y los ojos entrecerrados, deslumbrados por la luminosidad de un día nublado salpicado de nubes negras que estiraban sus algodonosas garras sobre un cielo que amenazaba llover en cualquier momento.
Pero a ella no le importaba y eso que el paisaje era desolador.
La mayoría de los edificios que la rodeaban sólo eran un puñado de escombros. Había algunos antros de mala muerte donde los drogadictos iban a tomar café mientras los viejos clientes del bar leían el periódico con despreocupación. Ella pasaba sin inmutarse por delante, apenas dedicándoles una mirada de soslayo.
Los negocios se ubicaban en derredor, anunciando sus productos en carteles oxidados y mal pintados que se caían a pedazos. Ella seguía caminando, impasible a las miradas de los obreros, de los carpinteros, de los oficinistas. Se reflejaba en los escaparates de los supermercados y, dejando entrever sus dudas, miraba su imagen reflejada mientras se preguntaba si no vestiría de una forma demasiado llamativa. Llamativa para estar en una ciudad apocalíptica y medio derruida, claro.
Siguió caminando hasta encontrar un desguace de coches al lado de la calzada. Se detuvo. ¿Habría algo de valor escondido en alguno de esos coches? Le bastaron unos segundos para comprender que los habitantes de la ciudad ya lo habrían desvalijado hacía tiempo y que ahora sólo quedaban carcasas de vehículos a los que no se le podía sacar ninguna utilidad más.
Siguió caminando hasta que encontró una taberna que había sido fundada en 1936. La taberna era más antigua que ella misma. Un edificio rojo y blanco, sorprendentemente bien cuidado con un farol a su entrada y un cartel que rezaba “El mejor vino con pasas”.
No se lo pensó dos veces y entró.
Si había que pasear por el infierno de lunes a jueves, la escasez de vino no era una opción viable, desde luego.
Y es que el apocalipsis, como cualquier desgracia en la vida, ya sea a escala macroscópica o microscópica, canina o humana, vegetal o mineral… siempre es mejor pasarla con vino. Y si está caliente, mejor.
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