Y aquí nos ves, hechos trizas. Drogados a base de humo y cenizas, de canciones que emergen en silencio desde el profundo abismo de nuestras sinapsis, mientras un gato sarnoso se pasea por la mesa olisqueando nuestra pequeña colección de licores de sobremesa. Y poco nos importa.
Él está sumido en sus letras y yo apenas alcanzo a verle por el denso humo que nos envuelve. Antes nos sentábamos juntos. Sin embargo, dejamos de hacerlo hace tiempo y ahora nos sentamos enfrentados y separados por una mesa. La firma de nuestra derrota.
A menudo me extasío en fantasías imposibles. Sueño con que un hombre nuevo –el mismo hombre con el que estoy, pero nuevo… no sé si me entienden y no espero que lo hagan- me saca de aquí y me lleva muy lejos. Que bebemos y fumamos a copas y manos llenas, hasta terminar en una cama donde nos sorprenden las primeras luces del alba. Soy una romántica, lo sé.
Y es esta escena de decadencia y vacío una escena romántica. Donde él se refugia en su máquina de escribir y yo me encierro en mis pensamientos y no dejo de preguntarme qué será lo que él anda escribiendo. Ningún poema de amor, seguro. Escribirá una larga y penosa historia, o un poema amargo y desleal, en el que dirá cuán desgraciado se siente con su vida y conmigo, y cuando yo le pregunte el por qué de esa inspiración, me negará lo evidente y me dirá que no todo lo que escribe es autobiográfico.
Cojo el periódico que compré hace dos semanas y le echo una ojeada. Este es el tipo de gesto que distingue a un lectorzuelo cualquiera de un verdadero lector. De un lector adicto y compulsivo. Leo por puro vicio. Me da igual que ya sepa lo que pone en esas páginas. He abierto ese periódico varias veces en estos días, unas dos veces diarias, porque la mayoría de mis libros se encuentran exhaustos y ahítos de tanto quemarlos con mis retinas. Y, al fin y al cabo, este periódico sólo tiene dos tiernas semanas.
Mi compañero se levanta y se dirige al cajón de uno de los muebles de la entrada, de dónde saca otro paquete de cigarrillos. Ya no soporto su compañía. Ni él la mía. Nos hemos agotado hasta la extenuación. Con este gesto sólo me demuestra su amor por la frivolidad. Siempre odié la jodida frivolidad y él es la persona más jodidamente frívola que conozco.
Me asquea el mero pensamiento de la cantidad de humo que ahora mismo estará invadiendo su garganta y sus pulmones. Nunca le encontré la gracia al alquitrán. Preferiría chupar cualquier otra cosa. Soy así de zorra, qué le vamos a hacer.
Cuanto más le miro, más cuenta me doy de todo lo que le aborrezco. Fuimos dos ángeles en su tiempo y en lugar de dedicarnos a volar, nos arrancamos las alas mutuamente, con saña y regocijo, hasta agonizar de dolor y revolcarnos por el suelo en nuestra propia sangre.
Así es el amor, que no os engañen. Una jaula sucia en la que sólo puedes esperar morirte poco a poco y, con algo de suerte, pillar la rabia o pudrirte de cáncer.
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