Mientras me miraba en el espejo, me prometí encarecidamente que esa sería la última vez. Tomé el cepillo de la mesilla de noche y comencé a cepillarme el pelo. Una vez acicalada, decidí dulcificar mi mirada con sombras azules y enmarcar mis labios con carmín. Mi reflejo me devolvió la mirada. Parecía una muñeca de escaparate. Bella e inocente. La seductora ideal. Perfecto.
Cuando crucé la calle, el conductor de un Audi negro casi me atropella. El semáforo estaba en rojo para mí, lo que dio la potestad al conductor de sacar la cabeza por la ventanilla y gritar varios improperios en mi dirección. Poco a poco iba alzando más la voz encolerizadamente, pues a él se le había desbocado el corazón cuando me había visto aparecer tan cerca del parabrisas de su coche, mientras que yo había seguido mi camino a través de la calzada, completamente imperturbable.
Ni siquiera levanté la vista. Estoy acostumbrada a este tipo de incidentes, porque adoro cruzar en rojo. Podría decirse que soy una adicta a ello. En cuanto veo parpadear al hombrecito verde, me preparo, cierro los ojos y cruzo. A veces, no hay nadie esperando para pasar: pero en otras ocasiones, el conductor que va el primero de la fila de coches frena en seco, y entonces se oye tronar su claxon, al que a veces se suman los de todos los demás.
En esta ocasión, como digo, no levanté la vista, sino que seguí mi camino y entré en el supermercado como tenía planeado. Deambulé por los pasillos admirando los productos, fijándome en los precios que figuraban en sus etiquetas. Me dirigí al pasillo de Limpieza y allí examiné cuidadosamente todos y cada uno de los detergentes que ofrecían. Tomé el que me pareció más barato y con él en mano fui a la caja.
La cajera era desagradable. Mascaba chicle con la boca abierta, dejando ver unos dientes amarillos torcidos, producto del consumo de tabaco. Llevaba dos aros de oro muy grandes en las orejas y las uñas pintadas de rosa.
Me atendió sin ganas y, casi sin mirarme, me dijo:
-Son cuatro euros con ochenta.
Le pagué y salí con el detergente a la calle. De nuevo esperé en la acera a que el semáforo se pusiera en rojo, y entonces, crucé. Volví a mi casa y, una vez allí, apilé mi nueva caja de detergente con las otras tres que había conseguido en veces anteriores.
-Ya está todo listo –dije en voz alta.
Entonces empecé a vaciar cada caja de detergente en la bañera. Siempre me ha gustado el olor a detergente y la sensación a limpio que te ofrece. Las bolitas se agolpaban en la porcelana de mi bañera, pequeñas bolitas azules y blancas y verdes. Enseguida me desnudé y me metí dentro de la bañera. Entonces abrí el grifo y de pronto, el detergente empezó a convertirse en espuma…
Estaba rodeada de ella, así que sumergí la cabeza en el agua y empecé a respirar. Sentí la espuma ascender por mi nariz, llegarme a la boca. La saboreé, mastiqué las bolitas de detergente que aún no habían sido disueltas. Tragué, y el brebaje me llegó al estómago y me lo perforó con su Oxi-Action. Qué adorable, la publicidad.
Comencé a convulsionarme, el agua encharcaba mis pulmones. El detergente me quemaba. Tenía ganas de vomitar, de salir al exterior y respirar aire, pero a fuerza de voluntad, aguanté. No sé en qué momento fue, pero me di cuenta de que sangraba. Me estaba ahogando entre espuma, agua, bolitas de colorines y mi propia sangre. Todo un poema.
A escasos segundos de perder la consciencia, saqué la cabeza y respiré. Aunque… para ser realistas, respiré, escupí, tosí y me mareé, por lo que casi me doy un golpe en la cabeza.
Me sentí morir, tenía todo el aparato digestivo ardiendo, sangraba por la nariz y notaba todo mi cuerpo lleno de agua y espuma.
Lo mejor de todo, es que no me importó. Ni entonces, ni ahora. Lo que hice era necesario para cumplir con los requisitos de la Santa Iglesia Católica.
Por fin estoy limpia por dentro y por fuera.
Se acabó ser impura. Se acabaron las sombras azules. Se acabó cruzar en rojo.
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