"Magic is in me
I'm the lost magic man
Never found what I was looking for
Now I found it but it's lost
The fortress burns
Broken my heart
I leave this world
All Gods are gone"
deliverance
Blind Guardian
El número 31 de la calle Alfaros fue mi destino durante muchas noches. Era el local más de la calle, a la par que el más oscuro.
La primera vez que fui allí contaba solo quince años. Me acompañaba el señor Luna, que por aquel entonces era mi mejor amigo. El señor Luna era guitarrista, amante de los Kiss, de Alice Cooper y de Cradle of Filth. Tenía una larga melena castaña, la piel pálida y una sonrisa dulce y contagiosa. Jamás le había visto por aquel entonces una camiseta que no fuera negra. De hecho, ese día llevaba una camiseta de Blind Guardian que un año más tarde sería mía y por la que siempre he sentido un cariño especial.
El señor Luna me sentó junto a la ventana y se pidió un chupito mientras a mí me servían un tinto con casera. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que en el fondo de su vaso hubiera un gusano, que había quedado en la botella. Poco después, tras sugerirle al señor Luna que era incapaz de comérselo, el gusano terminó, para asombro mío, en su estómago.
-Aquí he pasado grandes momentos- me decía él- podría decirse que prácticamente es mi bar.
A mí, el local, por aquel entonces me había conquistado. De paredes oscuras iluminadas por candelabros góticos, las ventanas tenían un aire medieval que conservarían hasta su cierre. En la pantalla de plasma siempre había un concierto de rock o de heavy, desde grupos que prácticamente eran reliquias hasta el power metal más actual. Algo similar ocurría con la música que sonaba por los altavoces.
Por aquel entonces toda esa música me gustaba. Toda, casi sin excepción. Era agresiva en su mayoría y yo en esa época sentía que de un momento a otro iba a estallar.
En la barra, el grifo estaba hecho con un cráneo de cabra, el logotipo del pub. Éste último tenía dos plantas. En la superior se solían hacer conciertos. Habré visto unos cuantos en todos estos años de grupos andaluces emergentes. Más tarde, la sala superior se llenaría de sillones y raramente se encontraba desocupada, por lo que solía apelar a aquel primer lugar donde estuve junto al señor Luna: frente a la ventana.
Volví un año más tarde al número 31 de la calle Alfaros, cuando el señor Luna había cambiado la camiseta negra por la blanca y la calle Alfaros por el parque. Ya tenía dieciséis años y consideraba que, después de todo por lo que había pasado el año anterior, era el momento de tomar aquel local y hacerlo mío. Se convirtió entonces en mi bar y empecé a pasar allí los fines de semana. Nunca hablé con los dueños. Cuando llegaba, entraba y saludaba, pero nunca quise estrechar más allá de eso la relación. Si era mi bar y allí me escondía del mundo, necesitaba que me dejaran tranquila. No sé cuántas veces bajé Alfaros haciendo círculos y llena de humo.
Sin embargo, llegó un momento en el que abandoné el local. No soportaba la clientela que entraba. Era demasiado ruidosa, demasiado estúpida y la tenía demasiado vista, demasiado viciada.
Aún así, cada vez que pasaba frente al número 31 de la calle Alfaros, enfocaba la vista hacia la puerta del que aún era mi bar, a pesar de todo. Lo cierto es que nunca he vuelto a tener un lugar como ese, al que haya acudido tantos años y haya querido y odiado de esa forma. Puede decirse que ha sido la relación sentimental más larga de mi vida.
Empecé a retomarlo cuando estaba en bachillerato. Empecé a pasar de la gente que me molestaba del local y con solo apartar la mirada de lo que no me gustaba, me quedaba absolutamente tranquila.
Comenzaron a modificar el local: cambiar los muebles, los dibujos de las paredes, la entrada, las luces, la música… y también la clientela.
Ya no era un lugar tan siniestro, tan cargado de misterio y de energía como la primera vez que entré… tampoco tan fascinante, porque estaba bastante saneado. Pero eso, lejos de desanimarme, me dio la poca confianza que me faltaba para lanzarme a por él y recuperar el brillo que había perdido en un año de silencio.
Sin embargo, al mismo tiempo que mi adolescencia se apagó, también se apagó el local. Lo cerraron poco después de que cumpliera veinte años. Desde que lo conocía, siempre había habido falsos rumores de cierre. Yo nunca los creí, hasta que me llegó la noticia a la bandeja de correo desde el propio local. Me supo mal porque no iba a poder despedirme de él, ya que por aquel entonces yo estaba fuera de la ciudad. Y, sobretodo, porque me di perfecta cuenta de que me sentía como una amante abandonada a su suerte.
Cuando regresé solo encontré su cadáver, la puerta sin el portal que tanto lo caracterizaba, donde en su centro se había vislumbrado solo unas semanas atrás un cráneo de cabra y justo debajo el nombre de mi bar y mi destino como Walkiria: Valhalla.
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