24 mayo, 2010

Cruzando el río


Miraba fijamente la pared blanca de mi dormitorio, presa de una de mis mil ensoñaciones diurnas. Recuerdo que divagaba sobre la mirada de un joven, la cual no comprendía. El viento pegó un portazo y desperté.

Abrí los distintos cajones de mi escritorio buscando una carta que sabía que no había, como poseída por no se sabe muy bien qué. Como era de esperar, los cajones estaban completamente llenos de papeles, de fotos, de lápices; allí se escondía mi compás, la escuadra, un estuche lleno de ceras rojas… solo rojas, y dos entradas de teatro de hacía cuatro años, donde vi la obra de un autor francés que no había leído en mi vida y que sigo sin caber quién es, además de poemas escritos en post-it, en papel adhesivo, en servilletas, en microcartulinas. Todos malos. Lo cierto es que eso me encanta de mí: ser plenamente consciente de cuándo lo que escribo es una mierda.

Fue en aquel momento, debajo del primer poema que había escrito en condiciones –un soneto- , cuando descubrí el cuaderno amarillo. Un tétrico cuaderno amarillo lleno de escritos terribles cargados con gritos silenciosos, con aullidos de odio, de desesperación, de venganza, de traición. No quise empezar a leerlo por miedo a despertar a esa arpía mortal y terrorífica en la que me podía convertir, así que volví a esconderlo en el cajón y a cerrar éste con llave.

Suspiré.

Mis ojos volaron hasta la ventana desde la que se veía el mar, azul, bajo el cielo, azul, salpicado con nubes de algodón, blancas y rosas. Me acerqué a ella y la abrí. La brisa inundó la habitación y uno de los papeles que sobresalían del cajón se acercó hasta mis dedos a través del aire haciendo espirales ascendentes.

Leí la nota, escrita por mí hacía varios años en rojo sangre: “Mi estrella no es de este mundo de vivos”.

El corazón se me desbocó y sentí escalar a través de mis neurotransmisores descargas de adrenalina.

Un barco blanco de vela apareció en el horizonte. Sus palabras me golpearon los oídos desde lo más profundo de mi mente: “Por favor, quédate con mi sombrero. Te quiero. Me voy, me voy.”

De pronto, la mirada del joven se me hizo comprensible y en ese instante, alguien golpeó la puerta. Sobresaltada, me acerqué a la mirilla y vi al cartero con un sobre azul, así que le abrí.

-Esta carta es del capitán del Kyaneos, el barco que se acerca al puerto en estos mismos momentos.

No la abrí en ese momento, sino por la noche, con un exiliado que volvía a su patria entre las sábanas: El autor de la carta.


* A los interminables días en coche

que llegaron a su fin.


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