18 mayo, 2010

El tren de hierro


El tren en el que viajo está cubierto por un ligero aroma a ancianidad. Traquetea por las vías quejumbroso, doliente, espartano a pie de guerra. Los asientos, herrumbrosos, moquetas llenas de pulgas invisibles que saltan de un compartimento a otro mientras los viajeros, ignorantes, charlan por sus teléfonos móviles abriendo las mandíbulas como caimanes en los documentales de naturaleza. Las ventanas cuentan amores ya pasados e incluso presentes. Estoy segura de que detestaría a todos ellos: a los amores, a los amados; puede que también al pasado y al presente. ¿Qué clase de amor es ese que se graba en cristal con llave, o se pinta con permanente en el asiento del autobús, o con tipex en una farola? Amor perecedero, caduco, falso y exhibicionista. Personalmente, solo grabo mis iniciales junto con las de la otra persona cuando quiero que la historia termine. Es mi forma de vulgarizar la unión: fíjate cariño, nuestro amor es tan pueril como el de los demás.

La rubia del asiento de la derecha me está mirando. Lleva pantalones rosa chicle, zapatos planos y blancos. Con brillantitos. Perlas en las orejas. Melena de modelo, ojos azules. No sé qué lleva en la parte de arriba, me imagino que una camisa blanca que conjunte con los zapatos. No tengo ganas de enfocarla. Ignoro el por qué de la intensidad de sus miradas hacia mí. Me imagino que se trata de desprecio por mi pelo enredado, mi raído cinturón, mi camiseta pirata y mis uñas llenas de restos de esmalte negro. Ella es brillante como el trigo bajo el sol, y yo simplemente soy una salvaje que no se termina de urbanizar, luchando natural y artificialmente cada día por no parecer trigo bajo el sol, sino más bien lúpulo amargo de cerveza. Las rubias somos amargas, querida, no dulces, me entran ganas de decirle. A mí me da igual que me mire. Solo quiero que tenga claro que no me impresiona su apariencia. Ejemplares como ella se pueden ver en la televisión cada día, pero un espécimen como yo solo se puede encontrar en un manual de psiquiatría, como caso excepcional y a pie de página.

El paisaje desgastado se sucede ante mis ojos. Desgastado no solo por el tiempo, sino porque me sé la topografía de esta travesía casi mejor que un geógrafo experto de Andalucía. Paisaje desgastado por mi mirada, por mis suspiros. Por mi imaginación. He dormido y velado a ese paisaje como a un hijo. Le he gritado, le he gemido. Le he dicho de todo a esos árboles, a esas casas, a esos postes eléctricos que todo lo rasgan y consumen. Y todo en silencio, como de costumbre.

El día menos pensado me duermo en el tren y no me despierto. ¿Por qué no tener un ataúd de metal? ¿Por qué no tener un coche fúnebre lleno de voces eléctricas? ¿Por qué no hacerme anciana, como este tren, entre sus vagones? ¿Por qué no seguir desplazándome después de muerta cuando, precisamente, inicio el viaje más largo de todos?

Y lo más importante… por qué no reírme de todos cuando encuentren mi cadáver y piensen: “Qué expresión tan dulce tiene esa rubia cuando sueña.”

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