No puede evitar enfadarse
cuando los dieciséis grados no le hacen justicia,
cuando huye de su clase de alemán a mediodía,
porque prefiere hablar con las manos.
Adora jugar como una niña a que le acierten la edad
y frunce el ceño cuando la obligan a restar,
como cuando resta palabras a sus argumentos
para que la entiendan.
Regresa, volver atrás, a sus quince años.
Desaparecer por el pasillo con una corbata negra
y un vestido rojo, como Caperucita y el lobo.
No dejar a Wendy sin final, descifrar los atascos,
ver su propia amargura y odio en otros ojos reflejados.
En los bares las prefiere rubias a morenas y con dos dedos de espuma;
también correr bajo la lluvia y resguardarse en coches ajenos.
Vista fija en el futuro, le hacen eco en los oídos las historias de infancia de otros.
Ha roto siete guitarras y ha hecho llorar al teclado, pero su sonrisa permanece
inmutable como los impuestos del Estado.
Y deshoja una margarita y pide volver a encontrar el amor, volver a montar en barco
o en hipocampo, poder follar en la playa o volcar en las vías del tren.
Porque no pudo ser tan perfecta; porque no pudo ser tan cruel.
Y ahora regresa a casa, perdida en el metro
con los ojos hundidos,
con Ismael Serrano susurrándole al oído:
Eres pequeña como una estrella fugaz,
como el universo antes de estallar.
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