Nunca tuve la certeza de si escribía sobre mí o sobre otras. Leía y releía sus textos, buscándome entre las imágenes que dibujaba, preguntándome sobre si sería la ella que se sentaba en el parque por la mañana, o la ella que reía angelicalmente, o la ella que se pintaba los labios rojos, siempre rojos. Me lo preguntaba porque yo encajaba con todas esas ellas, pero siempre encontraba alguna discordancia en sus palabras para pensar que realmente no se refería a mí. Claro que eso tal vez solo era falsa modestia por mi parte mezclada con inseguridad, pero es que cuando entras en la vida de un escritor, te preguntas sin cesar si tendrá la gracia de escribir sobre ti o más bien elegirá sepultarte entre sus letras.
Por eso llegó un momento en el que no me importó si escribía o si no escribía sobre mí. Me importaba un verdadero comino si gracias a mi imagen conjuraba el poema perfecto o la mejor historia jamás narrada. Sin embargo, sentía verdadera ansiedad cada vez que llegaba el cartero, pues hacía ya dos años que esperaba carta suya y ésta nunca llegaba. Decía siempre que estaba muy ocupado, que ya me escribiría cuando pudiera. Esto para mí tenía una lectura clara: tengo tiempo para todo, menos para ti.
Así que un día, harta como estaba de esperar, harta de escritores, de libros, de letras… hice una pira con toda hoja escrita que encontré dentro de mi casa y le prendí fuego. Todo se incendió en cuestión de horas y mi hogar quedó reducido a cenizas.
Me vi de pronto en la calle, sin ninguna posesión a la que aferrarme.
Al cabo del tiempo me hice prostituta para poder comer. La vida en el prostíbulo era penosa, pero la prefería una y mil veces a la eterna espera de alguien que nunca llegaría a mi vida. En cambio, a un burdel los clientes siempre llegan cuando menos te lo esperas. Uno de ellos, a pesar de su ruda apariencia, de ser un bebedor empedernido y tener la voz ronca de tanto fumar, era mi favorito. Era brusco, sí. Pero estaba lleno de ternura. Una ternura inusitada y bastante particular.
-¿Y cómo dices que te llamas? –le pregunté en cierta ocasión.
-Me llamo Charles. Charles Bukowski.
Bukowski. Un apellido delicioso para un hombre delicioso.
Me enamoré de él. Me enamoré de él burdamente, como solo se puede amar a un hombre así. Un día se acercó a mí y me dijo que era el último día que aparecía por ahí, que se marchaba de la ciudad.
Nuestro último polvo fue grandioso, de esos que te dejan conmocionada dos y tres horas después de echarlo. Esa vez no fingí. Y él se ocupó de mí, a pesar de que yo solo fuera una triste puta. Y he de decir que, aunque le agradecí el gesto, fui más egoísta. Quise apropiarme de él. Pero eso no era posible ahora que se marchaba. De modo que se me ocurrió una idea. Una tarde en la que en lugar de follar, nos dedicamos a hablar, me confesó que era escritor. ¡Escritor, qué ironía!
Eso fue hace ya varias semanas. Y ahora yo sería más lista. En un descuido suyo, mientras se vestía, le saqué sin mirar todos los folios que pude de su maletín, le besé para despedirme y él se marchó para siempre.
Curiosamente, años después, me encontré con un poema suyo que decía así:
Y cuando terminé de leerlo, me reí. Me reí a mandíbula batiente por Charles, por mí, por sus poemas perdidos. Entonces recordé aquella vez en la que leí a un escritor anónimo a quien amaba, buscándome entre sus palabras vacías. Y riéndome de nuevo, ahora de aquel pobre infeliz que nunca me escribió una carta, saboreé el dulce sabor de la victoria. Al fin, yo había aparecido en un poema. Yo. Sin lugar a dudas.
2 comentarios:
Como siempre, muy bueno.
Besos.
De puta madre.
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