24 julio, 2010

El camarero del delantal rojo (Asturias I)


Este relato está basado en hechos reales. El hotel existe, el camarero existe, y la inquietante colección de fotografías también. Espero no tener ningún tipo de síntoma sospechoso.


Llevaba doce horas conduciendo por la carretera, cuando decidí detenerme en Sostres. Sostres era, de las aldeas que había visitado a lo largo de mi vida en Asturias, la menos hospitalaria. La gente caminaba con el ceño fruncido. No miraban directamente a quien tenían en frente, sino que sus miradas eran huidizas, casi siempre cabizbajas y algo siniestras. Sus voces, desagradables. Si no hubiera sido porque el hambre apretaba, jamás me hubiera detenido en un lugar como ese. Sin embargo, una vez allí, me contenté con elegir como cantina el restaurante de un hotel de bajo estándin.

Nunca he tenido nada en contra de los lugares cutres, ya sean bares, museos, parques, casas, hoteles, hostales... Es más, dependiendo de cómo sean, suelen llegar a gustarme; incluso los que ostentan un mobiliario excesivamente hortera. Pero este restaurante parecía ser una excepción. No es que el lugar fuera especialmente sucio, vulgar o descuidado. Las mesas se disponían correctamente, los manteles estaban limpios; mucho más de lo que podría decirse de otros locales en los que he estado.

Me había decidido por ese en concreto debido al bajo precio –en comparación con otros restaurantes- del menú diario que anunciaba la carta. Entré en lo que primero parecía ser un sitio de tapeo, por lo que comuniqué al barman que deseaba almorzar. Él me indicó la dirección del comedor y yo continué caminando hasta entrar en él y sentarme en una de las mesas.

De pronto, un camarero realmente siniestro y repulsivo emergió de la cocina. Su cara rayaba en la fealdad más extrema que una mente humana pueda imaginar. Caminaba con una parsimonia lacerante, con una lentitud desesperante, capaz de provocar un ataque de nervios a la persona más tranquila –como me ocurrió a mí-. Hablaba con una voz gangosa, desmenuzando las palabras y pronunciando de forma extraña la “s”, convirtiéndola en una “sh”. Cuando, tratando de no mirarle demasiado fijamente, para así no quedar extasiada ante una fealdad tan descomunal y desbordante, me dijo que el barato menú diario era inexistente mientras hábilmente me recomendaba el menú especial, seis euros más caro, me sentí engañada. Si no hubiera sido porque su presencia me intimidaba y me ponía los pelos como escarpias, me hubiera levantado indignada y me hubiera marchado. Pero su fealdad, su repugnancia mayúscula, me mantuvo sentada en la mesa. A pesar de lo desagradable de la situación, decidí no dejarme caer en la trampa, por lo que pedí un plato único y una cerveza.

El camarero se perdió entonces en la cocina y al poco apareció con una cerveza. Mahou. Puaj.

La abrió tan despacio, desplegando cada tejido de sus músculos, que por poco no le quito el abrebotellas y la abro yo misma. Qué desesperación. Luego, se alejó de nuevo renqueando, como un coche que no termina de arrancar, y se volvió a meter en la cocina. Me detuve a examinar los cuadros de la pared. No se trataban de cuadros, advertí cuando me fijé con mayor cuidado, sino de fotografías de setas.

Cualquiera que no tuviera un conocimiento suficiente sobre ellas, habría paseado la mirada sobre las fotos sin más. Hubiera achacado la rareza de tener setas en las paredes a que, probablemente, se trataba de setas autóctonas y el dueño del restaurante-hotel era un amante de los hongos de su zona. Sin embargo, yo tenía algo de conocimiento sobre ellas. Y la cualidad que unía a todas las variedades expuestas en las paredes es que eran venenosas. Si solo hubiera habido del tipo “Amanita Muscaria”, lo hubiera entendido, ya que se trata de una clase de seta particularmente vistosa debido a su color rojo. Sin embargo, también se encontraban variedades como “Cortinarus” o “Amanita Phalloides”. ¿Qué clase de persona cuelga setas venenosas en las paredes de su restaurante? Alguien con un humor negro bastante curioso, o alguien que tiene una extraña obsesión con setas venenosas. Fuera cual fuera la respuesta no me apetecía averiguarlo pues, en el mejor caso –el primero-, podía quedarme en el sitio solo porque a alguien le parecía divertido. Algo así como: ¡eh, yo te advertí con las fotografías! ¡Si no saliste huyendo de allí, culpa tuya!.

Intenté distraer mi mente de aquellos pensamientos. De nuevo apareció el camarero arrastrándose a sí mismo y a su particular parecido con Igor. Traía mi plato. Cuando lo colocó en la mesa, demorándose cada segundo, no pude evitar darle una pequeña patada a la silla para calmarme.

-¿Quieresh másh shervesha? – me preguntó con su particular habla. A juzgar por sus pocas luces estaba segura de que, desde que ese hombre había pisado la escuela, se había quedado con el eterno título de Último de la Clase.

-Eh… no, no, gracias –contesté, tratando de mirarle lo más brevemente posible. Estaba segura de que notaba claramente mi involuntario rechazo. Se fue y volvió a entrar en la cocina.

Durante la próxima media hora me dediqué a escudriñar, como una paranoica obsesiva, mi comida, en busca de algún tipo de lapo, polvo o resto de seta que la mancillara. Comí poco para asegurarme de que, en caso de contener cualquier sustancia extraña, no me intoxicaba lo suficiente. Apuré mi cerveza, pagué y me fui. No dejé propina.

Cuando salí, descubrí que mi coche había sido desvalijado. No me lo podía creer. No hacía ni dos años que me lo había comprado. Y ahí estaba, como una bicicleta en un aparcamiento de Sevilla. Sin ruedas, sin puertas, sin volante, sin espejos, sin asientos…

Temblando ante la idea de no poder marcharme de allí, busqué un lugar para llamar por teléfono a mi seguro, o a la policía. A quien fuera. Sin embargo, no había cabinas en la aldea. No había más hoteles abiertos en la aldea, pues, repentinamente, todo estaba cerrado. Solo podía acudir al maldito restaurante. Me dirigí con la cabeza gacha hacia él, abrumada ante la perspectiva de volver a encontrarme al camarero-Igor, y descubrí que en el restaurante no había nadie.

-¿Hola? –comencé a preguntar, a ver si salía el barman o Igor, o quien fuera.

No hubo respuesta.

El restaurante estaba desierto. Me adentré en el comedor sin ver a nadie. A unas malas, ya todo me daba igual, así que llamé a la puerta de la cocina. Al no haber ninguna voz que me impidiera el paso, entré.

El camarero-Igor, con su estúpida sonrisa de Último de la Clase, descabezaba pollos en un rincón. El barman, que limpiaba la vajilla, reparó en mi presencia y me dijo:

-¿Sabe? No le queda mucho tiempo. Si fuera usted, aprovecharía el día al máximo, en lugar de estar ahí pasmada. Además, esa mirada de horror no habla muy bien de usted. Quizá se haya pasado de lista y tenga que tomar especiales precauciones en cuanto a usted.

Entonces, todo se volvió negro.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Uuuffff,

menudo pueblecito...

¿Sabes? Me ha recordado mucho a una historia que escuché una noche en Radio 3 (La libélula)
Podrías radiarla alguna noche de verano. Escalofriante ;)

Unknown dijo...

Flojillo, flojillo...

Aunque la idea es muy buena ;)

Elvira dijo...

Pamplinas, Loaysa. Lo que te pasa es que tú lo has leído por la noche ;)

Además, no te sienta bien que te persigan homosexuales.

Unknown dijo...

Ya estoy acostumbrado a esas persecuciones. Es lo que tiene poseer tanto Sex-à-pil.

Y con respecto al texto, lo dicho.

Elvira dijo...

Sigue siendo tu opinión.

¿Sex-à-pil? ¿Eres una gamba?

Alejandro Ortiz dijo...

Joder...qué mal rollo colega! Me recuerda a la película esa del Sean Penn!