El pelo negro, siempre recogido en una metódica trenza, perfume de vainilla, barra de labios rosa como corresponde a toda buena chica, ojos azules límpidos y claros como un lago formado al pie de la montaña.
Lencería blanca.
Era de esperar.
Su vecina es universitaria, se marcha a las seis y media de la mañana de lunes a jueves a la facultad, donaire de chiquilla exótica consciente de que su inocencia y sonrisa generosamente regalada enganchan a cualquiera.
Los viernes sin embargo sale a las doce. Puede espiarla a cada descuido de su esposa a través de la ventana, mientras su vecina paladea una tostada de mermelada de albaricoque y un vaso de leche manchada -pues es bien sabido que las niñas no toman café-.
Su esposa -bien sabe Dios cuánto la quiere- trabaja en el Ayuntamiento. Algún martes o miércoles por la tarde tiene reunión rural del partido político que no ha votado y que le da de comer, y entonces ella coge el Opel granate del garaje y desaparece hasta bien entrada la noche o hasta el día siguiente.
Hoy es una de esas tardes, de esas magníficas tardes en las que su esposa no está. No es que no la eche de menos durante su ausencia, sino que más bien aún sigue vivo dentro de él el fuego de las pasiones no del todo extinto.
Llama a la puerta de al lado y su vecina, complacida, le abre la puerta.
- Voy a hacerte el amor una sola vez -le dice a su vecina- una sola vez. No puedo arriesgarme y que mi esposa sospeche cuando le mienta una y otra vez a razón de haber cometido la imprudencia de merodear por esta casa más veces de lo habitual. Pero esta vez, esta única vez es nuestra.
Y su vecina cierra la puerta tras él y se entregan a la pasión del algodón, a los colores del arco iris, a la espiral eternamente azul.
Su vecina tiene novio, pero éste no suele visitarla con mucha frecuencia. Ella llora a diario, por la noche, cuando nadie la ve y maldice a las parejas que pasan frente a su puerta por que ellas son felices, y ella es novia de un hombre ausente.
Cuando han terminado, le hace prometer a su vecina que nunca le hablará a su esposa de su encuentro furtivo.
-Ahora tendremos un secreto compartido. Jamás volveremos a hacer el amor, pero una única ocasión basta para que sea eterno el recuerdo.
Y él besa a su mujer cuando ésta llega a casa. Le habla como siempre, la trata como siempre y se acuesta con ella, como siempre.
Pero su mujer lee más allá de la rutina, de la costumbre, de las sonrisas vacías. Y aunque el perfume de vainilla es imperceptible en la piel de su marido, puede olerlo a kilómetros de distancia. Nada más abrir la puerta de casa le golpea como un hedor insoportable.
Ella nada dice. Trata de mantener la normalidad a la par de que intenta conseguir por todos los medios, de forma sutil, que su marido se sienta culpable y confiese.
Pero su marido no confiesa y su vida se convierte en un engaño.
Al pasar junto a la puerta de su vecina, la mujer nota un halo que la hace estremecer.
Sin saber a qué impulso inconsciente le hace caso, introduce toda su ropa de color en lejía y no descansa hasta que todas sus prendas se han vuelto blancas.
Ella nota un brillo en los ojos de su marido, la sonrisa cómplice de su vecina cuando ellos, traidores, intercambian una mirada.
Casi no se nota. Casi.
Y la mujer cada vez se pone más enferma. Cada vez le cuesta más olvidar. Cada vez más se desespera.
Y un día, su marido la encuentra ahorcada en la puerta de su dormitorio compartido, y una nota que dice:
Bajo el conocimiento de la traición, toda traición se revela por sí misma. La explicación no pedida: la traición más manifiesta.
Su mujer se ha quitado la vida con un arco iris.
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