Tú, patético guiñapo acorralado en el sofá. Yo te miro, Eleonora, desde la silla donde estudiabas tus exámenes de la facultad de veterinaria, y me siento henchido con un aire nuevo.
El halo de la mediocridad te envuelve; quién iba a decir que hace dos horas eras una diosa entre los mortales, ataviada con falda blanca de vuelo, escote azul celeste y labios de rojo escroto. Quién iba a decir que el camionero de la Mahou te estaba silbando lascivo desde la cabina, mientras tú te apartabas el pelo con fingida indiferencia, como si te diera igual que un hombre bebiera de tu atractivo, por repulsivo que éste fuera. Tú, Eleonora, que giraste en la esquina de la calle Golondrina y agitaste las azucenas moribundas que algún desaprensivo plantó en septiembre.
Y ahora fíjate cómo lloras, Eleonora. Ya no eres una incorruptible mariposa de acero. Eres pasto de la enfermedad y la fiebre; tienes el cuerpo y la mente consumidos. ¿Qué vas a hacer, Eleonora, ahora que tus ojos llaman a la muerte? ¿Vas a cantar una alegre melodía? Claro que no, Eleonora, no vas a componer tu propio réquiem. Tienes la falda marchita como las azucenas, y los labios tan rojos como las rosas que nunca plantaste.
Dime, Eleonora, ¿qué estás mirando? ¿Acaso distingues algo más que la niebla que envuelve tu pensamiento? ¿Consigues ver las luces del faro de Londres? Claro que no, Eleonora. El faro está en Alejandría. Muy lejos, muy lejos; tan lejos como la sombra está de tu cuerpo.
No te mezcas, Eleonora. ¿No ves que así puedo ver tus calcetines más allá de la rodilla? Eres una niña, Eleonora. Deja la minifalda y ponte este pijama que yo te tiendo. ¿No ves cómo todo es mejor así, luciérnaga altiva?
Y ahora duerme, Eleonora, que la belleza eterna no existe. Esta vez, cuando despiertes, serás un poquito más vieja y ya tu piel no será tierna, sino estéril y enfermiza. Y ajada como estarás, comprenderás que, hasta a las más hermosas muñecas de cristal, les llega su final.
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