09 junio, 2010

Dulces mentiras


Me devuelve la mirada una mujer triste en el espejo. Las ojeras ya no pueden disfrazarse con más maquillaje, y la desilusión sigue brillando en mis ojos, incólume, impertérrita ante el telón policromado de unas gafas de sol.

-Eres como todas las demás –la acuso. Y ella me responde lo mismo, con la misma arruga ácida y altanera que se me dibuja cerca de las comisuras.

Ella, mi reflejo, tiene razón. Soy como todas las demás.

He terminado en un matrimonio fortuito, sin pena ni gloria. Me he casado con el tipo de hombre del que siempre quise huir. Sé que es mi culpa. De pequeña leí y me leyeron cosas maravillosas, historias asombrosas, hazañas memorables. Pensé que el mundo estaba lleno de cosas así. Pero no lo está. Los libros han terminado por ser mi peor enemigo y mi mayor vicio. Les acuso, cuando puedo, de engaños perpetrados con toda la maldad de la que es capaz el ser humano; les acuso del encanto que ejercen sobre mí cuando, inmersa en una realidad que desprecio y que odiaré hasta que muera, quiero dejarlo todo atrás y evadirme en unas páginas.

Vivo más dentro de mí que fuera. No lo puedo evitar. Por otro lado, soy feliz así. Si algo me duele, me engaño. Me invento una historia. El mundo no va a darme lo que quiero, así que lo consigo de todas formas, a mi manera. Esto me hace feliz, pero increíblemente desgraciada.

Me hace soñar con todo aquello que quiero hacer y que sé que nunca podré.

Mi último amante me propuso que me fugara con él. Yo me negué en rotundo.

¿Por qué te empeñas en encerrarte junto a alguien que, por su mera forma de ser, te hace daño? – me preguntó –fúgate conmigo. Yo soy todo aquello que ansías. Ven conmigo y vive tu sueño de verdad. Deja de soñar.

A lo que yo contesté:

Pero… ¿y qué pasa si me decepcionas? Ya no podría volver a soñar contigo. Serías como él. Uno más, igual de gris. Enrarecido por la costumbre, con un encanto desgastado por los días.

Así que, cansado, un buen día se marchó. No podía culparle. Al fin y al cabo él quería una vida de verdad. Y quién sabe, yo disfrutaba torturándome tal vez y por eso me empeñaba en dorar un caramelo que realmente era un alacrán envuelto en azúcar.

Nadie es perfecto, me solía recordar. Yo tampoco. Pero tener una serie de normas claras me ayudaba a discernir qué estaba bien y qué estaba mal. Tal vez a mi manera, pero ¿acaso tan especial era esta escala de valores, que hacía imposible encontrar a alguien con quien compartirla?

A veces me sentía una víctima. Otras veces, me sentía tan llena de veneno, que me creí en varias ocasiones capaz de emponzoñar a alguien con una sola mirada.

¿Cómo puede terminar una vida de esta índole?

El suicidio siempre me pareció una opción, aunque aún estaba bastante lejana.

El problema de la experiencia es que la tienes cuando ya no la necesitas. Mi problema será que, sin tener experiencia, he cometido tan pocos errores en mi vida, que algún día estallaré y cometeré tantas faltas que me ahogaré en mi propia miseria.

Y como pronosticó un vidente en las estrellas: “Recuerda, princesa, un día caminarás sola”.

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