Cuando volví a Macondo, tras años de viajes ininterrumpidos por todo el mundo, encontré al pueblo muerto y vacío. No quedaba ni un solo manuscrito para narrar las hazañas de nadie. A mí no me interesaba de todos modos ningún manuscrito, ni ninguna historia ajena a mi desgracia. Quienes vuelven, a una ciudad, a una casa, a una persona, a una cama, siempre encuentran un lugar de vacío que no puede llenarse con nada. Es la tragedia del regreso, la maldición del tiempo que revuelve todo lo que conoces a su paso, dejándote sin nada conocido a lo que aferrarte, pero dándote a cambio algo que no es lo suficientemente desconocido como para poder despreciarlo sin sentir que, en parte, te rechazas a ti mismo y a lo que en alguna época remota, fuiste.
Entré en el que había sido mi hogar, ahora cubierto por enredaderas. Las tejas acumulaban musgo y una variedad amplísima de líquenes. La puerta estaba desencajada de los goznes, así que no me costó nada darle un breve empujón y que ésta cayera sobre el suelo de azulejos de lo que había sido el hall, levantando un hiriente polvo que terminaría por formar parte de las paredes.
Encontré el cadáver de mi hijo más adelante, boca abajo sobre la que había sido su cama. Supuse que habría muerto por desnutrición. Cuando abandoné a mi marido, y dejé a mi hijo con él, sabía que le iban mal los negocios, que el mundo se había renovado con aires nuevos, y que ningún residente de Macondo que se permitiera el lujo de quedarse terminaría bien. Me impactó ver el cadáver sobre las sábanas y que ésto no me produjera ningún estremecimiento. Mi hijo había muerto y saber esto me dejaba indiferente. Segundos después, mientras inspeccionaba el resto de la casa, me dije que no estaba más afectada porque estaba convencida de que mi hijo iba a terminar así, antes o después, siendo víctima de la negligencia de su padre. Y tener la certeza de que, independientemente de lo que hubiera hecho yo, mi hijo iba a morir así, me había colmado de una extraña paz. Era como ser un detective y comprobar que, tal y como suponías, las huellas en el lugar del crimen pertenecen al sospechoso. Y saberlo así te llena de alivio, porque la realidad es de esa forma concreta y no de otra muy diferente, que haría tambalear los cimientos de tu seguridad.
En el que fue mi dormitorio y compartí, además de con mi marido, con diversos amantes, encontré un sobre con mi nombre escrito encima de la mesilla de noche. Me senté en la cama, cuyos muelles chirriaron ruidosamente debido al óxido que se había acumulado en ellos. Abrí con cuidado el sobre que en algún tiempo había sido blanco y ahora era amarillo, y saqué una nota que también tenía mi nombre en el encabezamiento. La letra era indudablemente de mi marido. Al final de la nota estaba su firma, pero no había nada escrito en ella además de nuestros dos nombres. Sin previo aviso, una lágrima rozó mis labios, y fue cuando me percaté de que estaba llorando. Mi marido, preso de la soledad, de un inmenso dolor, de mi abandono, no tenía palabras para expresarme todo aquello. Se había ido de la casa, dejando solo a nuestro hijo, dejando una nota como disculpa que nunca había llegado a redactar debido a la amargura que le desbordaba el corazón.
Me deslicé dentro de la cama y cerré los ojos esperando la muerte. El tiempo me lo había arrebatado todo y yo se lo había permitido. Ahora, madre de un hijo muerto y esposa de un hombre destrozado, mi único epitafio eran palabras ausentes, jamás escritas en papel, de un sobre que había esperado años para entregarme la nada absoluta y a la que yo correspondía ofreciéndole mi cuerpo, hasta que esa nada se apoderara de mí, como lo había hecho del pueblo y de todos los que alguna vez allí, habían vivido.
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