29 julio, 2012

Breves reflexiones melancólicas


La naturaleza del insulto está claramente ligada a la intención de causar dolor. Si el insulto no consigue el efecto buscado y pierde toda su eficacia, no puede disimularse, como sucede con otras palabras, la vacuidad del mismo, pues la intención dañina se mantiene impertérrita como una sucia mancha sobre un vestido blanco, independientemente del resultado neto que éste provoque en una persona. Hay que ser elegante y certero para insultar, pues nada queda tan ridículo, tan absurdo y tan carente de sentido como un insulto sin efecto.

Los insultos de las personas que nos aman tienen un impacto emocional particular, haciéndonos encoger sobre nosotros mismos como si de una puñalada trapera se tratase. Duele más que cualquier golpe físico que podamos recibir. Y ese escozor repentino, esa quemadura sin marca visible, esa falta de respiración mantenida durante unos segundos, tiene un efecto tan devastador capaz incluso de dejarnos minutos y minutos sin palabras.

Pero ¿qué ocurre cuando una persona amada utiliza como arma la palabra equivocada y no produce efecto alguno en nosotros? Hasta del dolor más intenso puede uno inmunizarse y escapar ileso. Cuando tal suceso ocurre, la situación es todavía más escalofriante que cualquier pausa en la respiración. Quedan dos personas mirándose a los ojos, una tratando de dañar a la otra pero incapaz de lanzar las palabras apropiadas que la hagan temblar, y la otra con una tristeza aún mayor en los ojos que si la hubieran dañado, a sabiendas de que quien la ama no sólo pretende herirla sino que además, ni siquiera la conoce lo suficiente como para conseguirlo. Y eso, tal vez, duele más que cualquier insulto.

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Independientemente de nuestra condición, todos somos nómadas en algún momento de nuestra vida. Todos nos perdemos y nos buscamos a tientas en la oscuridad, sólo que algunos se encuentran y otros no. Algunos además encuentran a otras personas, no sólo tienen la enorme satisfacción de encontrarse a sí mismos, y es en ese instante de reconocimiento mutuo en que todo encaja y por fin tiene algún sentido. Todos buscamos a una persona con la que sentirnos seguros, como se sienten los lobeznos recién nacidos con su madre. Un sentimiento primitivo que nace desde lo más hondo de nuestra naturaleza humana y nos inunda, nos hace buscar al otro, aunque solos estemos perfectamente bien. Al final todo se reduce a eso, encontrar a una persona a la que llamar Hogar.

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Se suele hablar mucho de los besos, concretamente de los besos en los labios. Se les concede una importancia tan enorme, que no darlos tal y cómo se nos pide puede llegar a ponernos realmente nerviosos y a escatimar nuestro valor a los ojos de los demás. Y así, los besos en los labios o en las mejillas -ya sean rápidos de cortesía o maternalmente intensos- acaparan toda nuestra atención y parece no ser relevante nada más. Sin embargo, los besos más significativos son los que se dan en la frente. Cualquier persona no está capacitada para hacerlo y por ello son los más especiales. Un beso en la frente significa que esa persona es la adecuada. Para qué, da igual. Es una persona adecuada, y punto. Lo demás no importa.


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