Esta casa tiene la memoria eterna
como las piedras que la levantan.
Mosaicos artesanos ofrecen a la vista sus colores
dejando cierto sabor a delicia turca,
a opio y jazmín, a sándalo y a naranja
en el cielo de la pupila.
Se respira higuera, helecho y enredadera,
con cierto poso de ciruela amarga.
La ceniza de la chimenea me habla
acerca de inviernos que ahora,
bajo este sol y esta brisa veraniega
ni siquiera puedo llegar a imaginar.
Cuántas historias de amor
puede llegar a albergar un sofá.
Salamanquesas fugaces entran por las ventanas
hacen su ronda unos minutos a la espera
de que ningún ejército de mosquitos
haya perturbado la paz del lugar.
Después se marchan tan rápido como han venido,
como los buenos amigos que vienen a ver cómo estás
y una vez seguros, pueden alejarse tranquilos.
Dos gatos me custodian,
uno dentro y otro fuera de casa.
Allá donde haya un felino,
puedo llamarlo hogar.
Este es el lugar perfecto,
qué silencio,
aquí los problemas no existen,
son como el mobiliario, de mimbre,
y sabemos que por eso se doblan
antes que partirse.
Ya me callo.
Tiendo, a veces, a hablar demasiado,
como las perdices.
Tal vez por eso
siempre terminan con ellas los cuentos
y ahora, este poema.
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