Amanece, hoy es un nuevo día
y una gata con cara de estrella
se despereza contra la puerta,
provocando la anomalía vibrante
del maullido precoz
de las diez de la mañana.
No puede ser,
hoy las sábanas son más naranjas que ayer,
cuando las pelusas se arremolinaban a mis pies
con la desgracia de una catástrofe natural.
Son iridiscentes, tus ojos,
como la botella que contuvo
el mensaje que me salvaría la vida
desde un invierno mal entendido.
Como un intrépido navío
que se hunde en el mar,
así es el nacimiento de un planeta.
Las puestas de sol son un asunto personal,
cadáveres relucientes que reconocen
la foto imaginaria que llevas en la cartera;
la luna por sombrero, no sé qué más
puede traerte a la vida hoy
si no es tirar el orgullo bien lejos
aceptar un beso y sostenerlo entre los dedos sin temblar.
No soy yo la que silba, ¿no lo ves?
Tengo la maldita costumbre de hablar por mí misma
y cuando me equivoco tengo que volver atrás
y decirme muy seriamente, a la cara,
que me muero por saber cómo es vivir,
que un error es como la espuma del mar.
Esa mezcla de blanco y azul que siento
en el fondo del vaso da vértigo,
y al mirarme en el espejo
ya no tengo miedo a los agujeros
negros, ni a la gravedad,
porque la voz me cambia y yo con ella,
y me duermo pensando en luciérnagas gigantes.
Yo contra las cuerdas, una vez más,
sabré aprender a tocar la guitarra
y a cantar con la voz de los grillos.
Si quieres acompañarme, cógete a mi mano
y subiremos la escarpada pendiente
que termina en un oasis de arena.
Y duerme, y duerme,
duermevela oscura y amarga
y dulce y plateada.
Que las noches se me pierden,
me pierden,
las noches se pierden
y sale la luna y me dice que duerma,
que anochece y me asegura
que mañana volveré a despertar
en mi cama seguro,
segura de que no hay un por qué.
Y así es como transcurre la vida,
cuando el segundo más importante
nunca es el siguiente, sino este instante.
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