Su habitación: paredes blancas, inmaculadas; cama de colcha azul y cojines naranjas; mesilla de noche estilo kitsch donde reposa un radio-despertador electrónico; el espejo junto a la puerta, ovalado y enmarcado en oro, cuidadosamente pulido.
Ella, milagrosamente viva tras un accidente de tráfico dentro de uno de los túneles de la nacional A-1. Un mes de convalecencia en el hospital. Una cicatriz en el hombro izquierdo, pérdida del 1% de visión en el ojo derecho: únicas secuelas de la tragedia. Sigue siendo joven, inteligente y hermosa. ¿Qué más se puede pedir?
Primer día en casa. El reloj ha sonado a las siete y dieciséis minutos de la mañana. Camisón blanco, pelo ligeramente desaliñado, ojos electrizados y brillantes: su imagen en el espejo. Sigue siendo la de siempre. Se rodea con los brazos y acaricia su piel unos instantes.
Escalofrío.
Visualmente todo parece hallarse en su lugar, pero su piel ha perdido suavidad. Tiene la aspereza de la arena del desierto. Su textura incide en el cuarzo, punzante hasta el dolor. Baja los brazos asustada y su respiración se acelera. Tal vez necesite una ducha, crema hidratante, sales de baño. No hay motivo para asustarse. Al fin y al cabo, su cuerpo ha estado muy descuidado en lo que a estética se refiere en el hospital. Solo tiene que recuperar su aura y desembarazarse del olor a anestesia, leche materna, desinfectante y enfermedad que la envuelve desde que le dieron el alta.
Tres días más tarde empieza a inquietarse de nuevo. El olor a hospital ha desaparecido, pero el suyo, su aroma personal, no está. Se ha esfumado. Quienes la conocen le dicen que le falta algo. Nadie se ha dado cuenta todavía. Nadie se ha acercado lo suficiente para descubrirlo, pero la realidad es que ha perdido una de sus señas de identidad. No gusta de usar perfume. Su cuerpo, el sudor resbalando por los ángulos de las articulaciones, la respiración pausada cargada de dióxido de carbono con la proporción de helio exacta, su aliento, mezcolanza de arándano y tabaco agrio, era capaz de excitar hasta la pituitaria más dormida. Eso ha desaparecido. Y su tacto no es el mismo. Da igual cómo trate su piel, porque el tacto inicial no está. ¿Será eso lo que ha favorecido la desaparición de su olor?
A la semana se atreve a coger su bici, una antigualla de 1979 de 20 kilos que había pertenecido a su tío. Baja al centro de la ciudad, recorre rápidamente cinco kilómetros sorteando parejas que pasean tranquilamente, familias que van al cine y niños que practican patinaje en el boulevard. El sol de la tarde incide sobre ella, y es cuando se da cuenta de un hecho que hace que frene la bici en seco y mire al suelo fijamente. ¿Dónde está su sombra? Parece que la bici la llevara un fantasma, un ente invisible. Empieza a gesticular despacio, para ver si logra proyectar alguna sombra en el adoquinado, pero no logra conseguirlo. Se queda inmóvil sobre el sillín, con los dos pies en el suelo mirando fijamente el lugar donde debería estar su figura recortada por los rayos solares. No es capaz de volver a casa hasta que ha anochecido, cuando la luna es demasiado discreta para desvelar la inmaterialidad de los átomos que la componen. Los gatos callejeros le maúllan enfurecidos a su paso y los búhos detienen su quedo ulular.
Al llegar a casa, deja la bicicleta junto al aparador y corre a su habitación a mirarse en el espejo. Su imagen le devuelve la mirada. ¿Por qué el espejo si recoge su figura y el sol la traspasa? Su vecino de pronto pone el tocadiscos y su cuarto se inunda de música. Qué ironía. Suena Strauss. Una ópera. Una ópera de tres actos que a partir de ahora no volverá a significar lo mismo para ella: La mujer sin sombra.
A la mañana siguiente tiene unas ojeras profundas que enmarcan sus ojos. No ha podido dormir en toda la noche. El sol sigue ignorando su figura cuando se detiene frente a la ventana. Y grita de frustración. O lo intenta. Porque de su garganta sale un sonido ronco, estertóreo, apagado. Se ha quedado sin voz. Corre junto al espejo y se examina la garganta, temblando de puro pánico. Pero su reflejo no imita sus movimientos. Su reflejo le sonríe de una forma inquietante, malévola. Ella empieza a tirarse de los pelos y se arranca varios mechones. Es entonces cuando coge el despertador de la mesilla de noche y lo estrella contra el espejo, que salta en mil pedazos. Varios cristales la golpean en la cara y le hacen cortes superficiales. Pero ella no sangra.
Entonces aparece su doppelgänger, liberado del espejo. Él tiene su aroma, su voz… seguramente su tacto y proyecta su sombra, la sombra que a ella le había pertenecido, sobre la cama. Él tiene su sangre, su cuerpo. Y por fin, ahora, su alma. Ella desaparece y el doppelgänger absorbe sus últimos vestigios de vida humana.
Muy lejos de allí, en el hospital, los médicos ceden las posesiones de la joven a una organización de caridad.
-Pobre chica –comenta una enfermera que la atendió de primera mano – lleva cuatro meses muerta y nadie ha sido para recoger sus pertenencias.
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