Estaba durmiendo tan plácidamente, que no me apetecía despertarlo. Yo estaba en un rincón de la cama, odiándolo como solo se puede odiar a una persona con la que compartes todo y a la que conoces muy bien. Tal vez compartir todo era el requisito mínimo para conocer a una persona de verdad: la ducha, la despensa, el estéreo, el coche, el canario, la lavadora, el frigorífico, el periódico y hasta los libros.
Siempre odié compartir los libros.
Ya lo habíamos dejado dos veces, pero no sé cómo, siempre encontraba la manera de convencerme para que volviera con él. Creo que al haber compartido tanto juntos, el mundo se me hacía demasiado extraño sin él y por eso, como una cocainómana volvía a caer en sus redes, a sabiendas de que era un completo error.
Y eso era un problema, porque yo quería vivir mi vida y su existencia no me dejaba. Todo se desarrollaba casi linealmente, haciendo previsible cualquiera de sus acciones y, supongo, cualquiera de las mías. Un día todo se derrumbaba, la cuerda se estiraba demasiado, saltaban los goznes de las puertas. Nuestro dormitorio se inundaba de gritos, la casa de portazos, las cenas de silencios incómodos. Hasta el maldito canario compartido dejaba de cantar. Entonces yo hacía mi maleta –pues nunca me quedo en el lugar donde se origina una catástrofe, tengo la imperiosa necesidad de abandonar ese lugar; por eso, en una relación, es más probable que sea yo la que se vea de pronto en la calle, sin hogar-, mientras me llovían miles de reproches de su boca, de los que apenas podía ocultarme tras las gafas de sol.
Como pareja que era, sabía todos sus trapos sucios, hasta los que no me contaba y yo fingía no saber. Por ejemplo, sabía que hacía mucho que me engañaba. Le odiaba por ello, con todas mis fuerzas. A veces le miraba y tenía que apartar la vista, porque el rostro se me transfiguraba en una mueca de asco, imposible de borrar durante horas. Me evadía entonces con lectura, con películas, con sueños. Pero daba igual, le seguía odiando de todas formas. Una mañana me levanté y me di cuenta de que me había convertido en todo aquello de lo que había huido durante años.
Fue esa misma mañana en la que me desperté y él dormía plácidamente, y no había querido despertarlo mientras le odiaba desde un rincón del colchón. Así que me levanté procurando que no se diera cuenta y preparé café y galletas como todas las mañanas en la cocina. Le llevé el desayuno a la cama, sonriendo dulcemente, besándolo para que abriera los ojos y recibiera al nuevo día. Cuando terminamos de comer, me asomé al balcón y contemplé la escena de las nueve de la mañana. Él se acercó a mí por detrás y me rodeó la cintura. “¿Qué miras”, me preguntó. Yo no le dije nada, me deshice de su abrazo y lo situé a mi lado. Le señalé el sol: “Fíjate, el sol está precioso esta mañana”. Y fue entonces, cuando se puso en un extremo del balcón cuando me agaché, lo cogí por los pies y lo tiré desde nuestro sexto piso. El grito fue estremecedor.
Cuando miré hacia abajo, tenía los sesos esparcidos por la calzada y un charco de sangre comenzaba a formarse. Era un cuadro casi artístico con cierto aire místico. ¿Así habría quedado Lucifer de no tener alas, estrellado contra el suelo, como un verdadero ángel caído?
La policía me hizo varios interrogatorios que supe dirigir fácilmente, adoptando el papel de mujer incomprendida cuya pareja era un infeliz que se había suicidado. Nunca se me dio bien llorar, pero en esa ocasión, las lágrimas brotaron con una facilidad pasmosa.
Yo era una psicópata, pero me daba igual. Ahora era una psicópata libre. Como él estaba muerto, la posibilidad de volver junto a él de nuevo ya no existía. Así que me dediqué a destruir toda huella suya de mi casa quemando las fotos, regalando su ropa y sus libros.
Por fin estaba sola con la ducha, la despensa, el estéreo, el coche, el canario, la lavadora, el frigorífico, el periódico y, por supuesto, mis libros.
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