Tengo un gato, un gato negro que espero encontrar en mi tumba algún día.
Mi gato gusta de tumbarse al sol, panza arriba o panza abajo, da igual. El caso es que le gusta tomar el sol, como las lagartijas verdes. Verdes como sus ojos, verdes. Verdes, como sus ojos verdes. Inquieto, mira por la ventana los pájaros pasar y les dedica débiles maullidos desde su cojín y yo me pregunto qué estará pensando.
Mi gato es ágil, silencioso como un gato, sí… y maúlla. Maúlla a todo. A la puerta, al sillón, a las palomas que pasan por el balcón. Me maúlla a mí para que me despierte, para que lo atienda o simplemente para hacerme saber que está ahí. Cuando entro por la puerta, yo también lo saludo para que sepa que estoy ahí. Es lo que hacen los amigos.
Mi gato tiene alma de poeta y a veces se sube a la silla del comedor, mira por la ventana y se pone melancólico. Quieto, parece una estatua, un monumento a la serenidad. Yo admiro a mi gato.
Mi gato quiere ser escritor. A veces se pasea por el teclado de mi ordenador, juguetea con su pantalla. Mi gato quiere comunicarse con el mundo y no sabe cómo hacerlo. Mi gato quiere entender el mundo y no puede hacerlo. Creo que también gusta de libros o simplemente le hará gracia verme concentrada en una cosa concreta mientras él se tumba a mi lado y posa su cola sobre mis piernas, para asegurarse de que estoy ahí. Utiliza sus uñas contra todo, menos contra mí. Tiene nobleza de caballero, aunque tenga personalidad de pícaro.
Mi gato entiende de soledad. A veces se siente solo y a veces me siente sola. Entonces viene y se acerca a mí, implorando que lo acaricie. Otras veces es, como yo, un solitario. Gusta de la gente, pero solo durante unas pocas horas al día. El resto del tiempo no quiere que le molesten. Si me levanto súbitamente del sofá que estamos compartiendo lo entiende y me espera hasta que vuelva.
Mi gato, cuando se sienta conmigo, me da la espalda y a mi espalda se dispone –siempre teniendo un punto de su cuerpo en contacto conmigo- y ronronea. Es como si me dijera: cúbreme las espaldas, que las tuyas ya están cubiertas.
Acerca su nariz a mi rostro y me olisquea. Yo cierro los ojos y lo dejo hacer. Soy consciente de que esos son los momentos más íntimos que compartimos, igual que cuando junta su nariz con la mía. Es su forma de demostrarme que, pese a todo, confía en mí. Y yo, pese a todo, confío en él.
Mi gato grita en silencio, me llama en silencio, llora en silencio, sonríe en silencio. Es asombroso cuánto nos parecemos en algunos aspectos. Ninguno de los dos hablamos en el idioma común de las personas. Quizá por eso nos entendemos.
Espero encontrarme a mi gato un día en mi tumba... O que me encuentre él a mí en la suya.
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