06 marzo, 2010

Declaración de principios


Sé que si asomas por aquí tus ojos unos instantes te darás la vuelta abrumado por la cantidad de palabras que enlazo. Has de reconocer que es toda una ventaja que sepa de tu manía de no leer jamás hasta el final del párrafo. Siempre consigo, gracias a esta libertad que me otorgas, que mi escritura vaya cobrando fuerza cuando se aproxima el desenlace.

La primera vez que impacté contra tu vida –pues yo no aparezco en la vida de nadie, ni uno mi vida a la de ninguna persona, ni me cruzo en el camino del otro. Yo impacto contra la vida de alguien, como si se tratara de un atentado terrorista, o de una misión suicida- debiste de etiquetarme en un principio como persona normal. Por otro lado, mirándome más cuidadosamente, no estaba del todo mal. Tener el pelo de un color que no se puede definir como rubio oscuro o como castaño claro sin caer en el error, ayuda. Ésa era a tus ojos la primera prueba de que yo era un híbrido, una extraña mezcolanza de elementos químicos que no aparecían en tu tabla periódica del instituto. Me seguiste mirando y descubriste mis otras particularidades, como la de vestir normalmente ropas oscuras o la de no atreverme a hablar a menos que tenga algo realmente importante que decir.

En la distancia se te hacía fácil borrar mis defectos, maquillarme según tu deseo y convertirme en el perfecto platónico, en la femme fatale con cara de ángel que aparentaba ser, pero con virtudes excepcionales. Y yo me reía para mis adentros.

Pronto empezaste a ponerme esos apodos que se me hacían empalagosos y fuera de lugar como peque, guapa, rubia, princesa, señorita. Y yo te tachaba de poco original. Porque lo eras. Porque esos nombres ya lo habían llevado otras, cientos y miles y millones de mujeres antes que yo y, cuando me nombrabas por todos ellos, yo me daba cuenta de que te estabas equivocando del todo.

Observándome con los ojos fijos te diste cuenta de la atracción que ejercía sobre ti. Pero te volviste a confundir y me dijiste que era hermosa. En ningún momento caíste en la cuenta de que tú creías en mi belleza solo porque yo quería que creyeras en ella. Porque yo no era –soy- guapa, ni se me podía otorgar el calificativo de preciosa, hermosa o bella sin mentir. Pero si algo había de innegable en mí es que era atractiva. Violentamente atractiva, atrozmente atractiva, mortalmente atractiva. Atractiva hasta el punto de que sintieras el irrefrenable impulso de besarme cada vez que sentías mi calor cerca de ti. No me conocías de nada, pero ya era magnética.

Casi sin darte cuenta, me introduje dentro de ti. Mi nombre, las imágenes que habías capturado en tu memoria teniéndome a mí como protagonista, los sueños mientras estabas despierto centrados en mí, cada vez se hacían más numerosos. Y yo lo sabía.

Quisiste saber qué había en mi mente. Te diste cuenta de que mi presencia en internet no se trataba de un blog con las letras rosas, o de un blog blanco y letras negras, o de un blog uniformemente sobrio o completamente chillón rallante en lo hortera . Que no tenía un nombre en inglés y que no aparecían mis problemas con los compañeros de clase, o los problemas con mi mejor amiga, o lo mucho que echaba de menos a mi ex.

Te preguntaste que quién era y te acercaste más a mí. Desde esa distancia ya se podían apreciar las asimetrías de mi rostro que me impedían ser hermosa, pero ya estabas lo suficientemente envenenado como para darte cuenta.

“Eres tóxica”, me decías riendo y no te percatabas de la razón que subyacía en tus palabras.

Luego se hizo tarde, y viste que yo ya estaba completamente fuera de control. Que cuando te explicaba algo impactante, tú retrocedías aterrado y me acusabas de querer ser interesante, de tener falsa modestia. Y yo quería gritarte que no pretendía ser interesante, que mi modestia hacía tiempo que estaba muerta, pero tú no lo entendías. No podías entenderlo, eras uno más de ellos. Y esto nos condenaba a tener dos idiomas diferentes.

Aparecía y desaparecía en tu vida, una idiosincrasia mía más, pero toda una afrenta para ti. Querías terminar con todo de una vez, así que intentaste relegarme al olvido. Intentaste consolarte pensando en que yo era una niñata más de esas que tanto abundan en tu generación, solo porque era más joven que tú y que todas ellas. Yo era –soy- una mujer de los 90 y bien se sabía que mi generación estaba vacía, que todo había ido a peor desde que los 90 presidieron el calendario tras aquel 31 de diciembre. Pero si tenía una habilidad, era precisamente esa: poseía la picardía de los 80 y, habiendo crecido entre vacío, conseguía ser capaz de llenar el tuyo.

Si no me hablaste de todas tus amantes, dio igual, porque podía leer sus huellas en tu piel: Una lengua bajando por tu espalda, un mordisco apasionado, un gemido arrancado en una noche sin estrellas. Y entonces se revelaban los nombres de todas ellas: María, Cristina, Raquel, Carmen, Rosa, Carolina, Marta, Laura, Silvia. Y yo, a tu pesar, no me ponía celosa. No podía tener celos de personas tan vulgares que, a la vez, te vulgarizaban a ti. Sé que si la historia hubiera sido a la inversa, hubieras sentido cada puñalada de celos como mortal. Pero afortunadamente, yo no era tú.

Y luego te dieron arcadas al ver cómo pensaba, al verme sin máscara ninguna. Sin embargo, mi atracción había crecido tanto en torno a ti, que las fuerzas que te repelían de mi presencia fueron vanas. Y me odiaste. Me odiaste por haberme convertido en una mantis, en una planta carnívora, en una flor ponzoñosa. Te diste cuenta de que era una persona cruel, sin escrúpulos, que destrozaba todo lo que amaba y que amaba todo lo que destruía. Viste mis contradicciones encajadas en un perfecto marco de coherencia, mis cambios de humor repentinos, mis traiciones gratuitas y mis defectos. Pero ya te expliqué que yo no tenía defectos, únicamente vicios.

Incapaz de comprender la personalidad enmarañada, fascinante y oscura que destilaba, te fuiste. Te marchaste para siempre y una parte de ti se quedó conmigo. Y ahora debo felicitarte, pues con ello hemos podido alcanzar la inmortalidad.

Tú te convertiste en mi maldición y yo, en tu castigo.



1 comentario:

Argeseth dijo...

Creo que esto se parece mucho a otra de mis vidas. Joder.