Era el último día que te besaba en la vida,
y tú no lo sabías.
El otoño había llegado
y, casi sin notarlo, habíamos decorado
el salón de suspiros dorados.
La caída de tus cabellos sobre la frente
arrojó mis ojos a una época de tormentas,
de rayos plateados,
en la que cada mañana te oía llover.
Dijiste que no te pasaba nada;
yo jamás te llegué a creer.
Te regalé a modo de disculpa
unas hojas amarillas y una nuez,
últimos testigos del amor
que habíamos compartido en el cuarto de pila.
El invierno te heló las heridas
y azul se te volvió el corazón.
-¿Duermes, pequeña mía? -
me preguntabas por las noches.
Y yo me hacía la dormida
y fingía no sentir la forma
en que acariciabas mi pantalón.
Más tarde te diste a la bebida
y yo miré hacia otro lado.
En un rapto de inspiración
o de genialidad,
me introduje en una de tus botellas de ron
por si aún podía cumplir tus deseos,
o daba la casualidad de que te la terminabas
esa misma tarde.
Así podrías encontrarte en el fondo
dos ojos rojos, redondos,
mirándote fijamente,
alarmantes, como platos.
Amanecí con iris de gato,
naranjas y avellanos, demasiado blanca
como para que me tocaras con tus manos.
El verano había llegado
y se te había vuelto corto el pantalón.
-¿No se acortarán también tus abrazos?-
pregunté asustada.
Y esta vez fuiste tú el que miró para otro lado,
y me advertiste que no te buscara
en el fondo de ninguna botella gastada.
Si no lloré desconsolada,
fue de puro milagro.
Y el último día de verano
bajé al portal donde me esperaba,
motor rugiente, en la puerta,
un coche con la luz verde apagada.
Pagué al taxista diez euros por adelantado
y le pedí que me llevara a la estación.
-No ha habido primavera este año-
comentó el conductor.
Y yo recordé, afligida, la nota
que te había dejado debajo del colchón,
donde reposaba un beso sellado con pintalabios
y unas letras que rezaban:
"Este es el último beso que te dejo en la vida".
Cuando dejé la habitación aún dormías,
sin inmutarte.
Y me marché para siempre.
Era el último día que te besaba en la vida,
y tú no lo sabías.
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