18 marzo, 2010

Susto o muerte


Tiembla la cocina. Vociferas. Callas. Estrépito.

Tu voz ensordece mientras tiras platos, cucharas, ollas al suelo.

Al otro lado de la ventana, un niño en el parque se entretiene en chutar el balón, estamparlo contra un árbol y hacer que se estremezcan sus ramas y caigan varias hojas alteradas.

Pero a ti te da igual y sigues tirando tenedores, vasos, sartenes al suelo y gritas; y el agua del fregadero deja de estar caliente porque el termo ha decidido no calentar más el ambiente.

Tus gritos llenan el aire, lo ahogan y lo rasgan. El oxígeno se deshace en jirones y el helio radia en hidrógeno.

Tú sigues molesto y desoyes los gemidos de la lavadora, porque ahora tiras el mantel al suelo, y los cuchillos y la batidora, y no paras hasta que estrellas la cafetera contra el suelo de mosaico.

El frigorífico tiembla y pregunta con extraños estertores. La puerta de la cocina deja pasar a una mosca que zumba y hace piruetas dignas de un piloto acróbata experimentado, y zumba y zumba y se estrella contra el cristal, mientras tus improperios la ponen nerviosa y la llevan al suicidio.

Sigues maldiciendo y ahora el agua del fregadero se ha convertido en hielo y tú la insultas porque sabes que lo ha hecho a propósito. Tienes las manos tan frías y mojadas como la ira que se te resbala por las comisuras.

Tiras la radio, las estanterías, el aceite, el vinagre y la sal.

“Si querías una ensalada variada, no tenías por qué haber organizado esto”, te digo mientras sonrío.

Pero tú ya eres un huracán que se estampa contra las paredes y que ruje, mientras el agua de la olla que reposa en la vitrocerámica se convierte en vapor. Y tú no te has dado ni cuenta.

“¿Conoces la diferencia entre evaporación y vaporización?”, pregunto divertida.

Y tú te desbordas por dentro, pataleas el suelo que has cubierto de trozos y más trozos de lo que antes eran loza y electrodomésticos. Y sangras, porque has roto la batidora. Y lloras, porque has roto la cafetera.

Y cuando no puedes más, estallas y te rompes en mil pedazos, dejando como testigos de tu presencia millones de volutas de humo y mis ojos dubitativos, entre sorprendidos y cabizbajos.


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