Esta noche ha recogido
ciento doce miradas lascivas
resbalándose por su escote.
“Bastardos malditos; benditos hombres”,
piensa Caperucita.
Sin embargo, a diferencia de todos, su acompañante
-por quien ella muestra indiferencia fingida-
desde la hora y media que hace que se conocen
no ha apartado los ojos de sus pupilas.
La ha invitado con galante cortesía
a un cigarro y a un tequila bien cargado,
antes de que el dueño del bar echara el cierre.
"Admirable gallardía", concede Caperucita.
-¿Podré verte mañana sobre las nueve?-
pregunta él con tono afectado.
-Lo siento. Para ti es demasiado tarde.
Ya he quedado a tomar un café en Montmartre, señor.
(Montmartre pronunciado en español).
Y ella se aleja orgullosa,
haciendo resonar sus tacones por las calles
con la elegancia de una estudiante de la Sorbona.
A la mañana siguiente,
renueva su carnet de residente
del país de Nunca Jamás.
“Adoro ser la eterna adolescente
que hace a los hombres suspirar”,
piensa ya sentada en el sofá
tras una jornada ajetreada;
de modo que se sumerge en el último ensayo de Jung
que ha conseguido.
Una vez han dado las cinco,
se encuentra saboreando un café a orillas del Sena.
“Soy buena mentirosa, como toda mujer”, piensa,
cuando sin previo aviso “Lobo gris”
en la pantalla de su móvil parpadea.
Y ella fija su mirada ausente
en los recuerdos que conserva de su único amor.
“Siempre nos quedará París”,
resuena la voz del Lobo entre pícara y siniestra
en su contestador. Y ella se echa a reír.
Ya en el hotel, junto al Lobo Gris,
tan solo cubierta por sus dorados cabellos ante la bestia feroz,
aún tiene el desparpajo de tacharlo de temerario.
-Llevas toda la razón- responde apresurado-
Soy yo quien se ha enamorado de un mito literario.
Y ella lo besa, lo abraza y lo acuna
hasta hacer el amor.
El reloj marca la una
y el lobo ha desaparecido de la habitación.
Caperucita, también.
Testigos de su romance solo quedan
las sábanas manchadas de leche y miel.
En la chimenea, ya solo resta consumido carbón
y la canasta de la abuela salpicada de bizcocho.
(Esto es rebelión y no lo de mayo del 68).
A través de la ventana de la doscientos veintitrés,
se distingue un navío surcando el río.
Lobo y niña, dentro de él,
comparten besos, bolígrafo y papel;
amén de una copita de vino tinto.
-¡A la salud de nuestro amigo!- exclaman antes de,
tras la línea del horizonte, desaparecer.
2 comentarios:
jajaja, me ha encantado, gracias :) muchos besos.
Muy buenos poemas,saludos
Joan
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