22 marzo, 2010

Rojo y gris


(Poema dedicado a Sharif)

Esta noche ha recogido

ciento doce miradas lascivas

resbalándose por su escote.

“Bastardos malditos; benditos hombres”,

piensa Caperucita.


Sin embargo, a diferencia de todos, su acompañante

-por quien ella muestra indiferencia fingida-

desde la hora y media que hace que se conocen

no ha apartado los ojos de sus pupilas.


La ha invitado con galante cortesía

a un cigarro y a un tequila bien cargado,

antes de que el dueño del bar echara el cierre.

"Admirable gallardía", concede Caperucita.


-¿Podré verte mañana sobre las nueve?-

pregunta él con tono afectado.

-Lo siento. Para ti es demasiado tarde.

Ya he quedado a tomar un café en Montmartre, señor.

(Montmartre pronunciado en español).


Y ella se aleja orgullosa,

haciendo resonar sus tacones por las calles

con la elegancia de una estudiante de la Sorbona.


A la mañana siguiente,

renueva su carnet de residente

del país de Nunca Jamás.

“Adoro ser la eterna adolescente

que hace a los hombres suspirar”,

piensa ya sentada en el sofá

tras una jornada ajetreada;

de modo que se sumerge en el último ensayo de Jung

que ha conseguido.


Una vez han dado las cinco,

se encuentra saboreando un café a orillas del Sena.

“Soy buena mentirosa, como toda mujer”, piensa,

cuando sin previo aviso “Lobo gris”

en la pantalla de su móvil parpadea.

Y ella fija su mirada ausente

en los recuerdos que conserva de su único amor.

“Siempre nos quedará París”,

resuena la voz del Lobo entre pícara y siniestra

en su contestador. Y ella se echa a reír.


Ya en el hotel, junto al Lobo Gris,

tan solo cubierta por sus dorados cabellos ante la bestia feroz,

aún tiene el desparpajo de tacharlo de temerario.

-Llevas toda la razón- responde apresurado-

Soy yo quien se ha enamorado de un mito literario.

Y ella lo besa, lo abraza y lo acuna

hasta hacer el amor.


El reloj marca la una

y el lobo ha desaparecido de la habitación.

Caperucita, también.

Testigos de su romance solo quedan

las sábanas manchadas de leche y miel.

En la chimenea, ya solo resta consumido carbón

y la canasta de la abuela salpicada de bizcocho.

(Esto es rebelión y no lo de mayo del 68).


A través de la ventana de la doscientos veintitrés,

se distingue un navío surcando el río.

Lobo y niña, dentro de él,

comparten besos, bolígrafo y papel;

amén de una copita de vino tinto.

-¡A la salud de nuestro amigo!- exclaman antes de,

tras la línea del horizonte, desaparecer.


2 comentarios:

Argeseth dijo...

jajaja, me ha encantado, gracias :) muchos besos.

juanvela7 dijo...

Muy buenos poemas,saludos
Joan