Ella estaba sola en el mundo.
Sus ojos, su boca azul.
Eran tan fácil verla a ella. Sólo a ella, tal cual, sin nada más a su alrededor.
Pocas veces hablaba de su familia y cuando lo hacía, siempre parecía que era una historia que le había pasado a otra. Era difícil imaginarla teniendo una infancia como todos los demás. Costaba preguntarle cuál era el sabor de su helado favorito, la marca de su perfume, porque daba la impresión de que no tenía, de que era imposible que tuviera algo como eso.
Ella estaba sola en el mundo.
Tenía que tener -y lo tenía- un origen, un principio, un camino por el que vagar, un final; un pasado, un presente y un futuro. Un recorrido lógico y manejable que la hiciera ser tal cual era. Tan llena de sueños, de proyectos, pero por fuera no se veía nada de eso. Como si no tuviera. Como si no pudiera tener.
No tenía edad, acaso la tienen las hadas, parecía que simplemente brotaba del suelo cuando la llamabas y uno no terminaba nunca de saber del todo cómo comportarse con ella.
Los que la conocíamos sabíamos que tenía un trasfondo, una imagen tal vez más sublime o más depravada de la que ofrecía a simple vista. Pero callábamos y la veíamos sonreír, o llorar, o quejarse por cualquier motivo de suma o nula importancia y parecía que siempre había estado allí, que siempre había sido así y que no iba a cambiar nunca, que no podría cambiar nunca; tal era la seguridad de eterna permanencia que transmitía.
Y la veíamos crecer día a día, pero nunca terminaba de hacerlo. Como un ser que se metamorfosea continuamente sin llegar jamás a un estado definitivo.
Mirarla significaba olvidar todo lo demás. Verla sólo a ella. Sin contexto, sin fondo, sin historia.
Ella estaba sola en el mundo... y nosotros lo sabíamos.
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